Las paritarias, los despidos y el protocolo represivo sitúan al sindicalismo frente a un escenario que parte aguas, como sucediera en la dictadura y en el menemismo.
La dirigente mira a los ojos, estática. Luego mira a la pared con el mismo gesto vacío. “No se entiende”, dice hacia la pared. “Los mismos afiliados o, más bien, los trabajadores nuestros que el año pasado parecían revolucionarios pidiendo paro por tiempo indeterminado ahora no dicen nada cuando les quieren cerrar una paritaria muy por debajo de 2015”, larga de un tirón y vuelve a mirar a los ojos. “Vamos a ver qué pasa, vamos a darle tiempo”, dice que dicen muchos de los trabajadores de su gremio respecto del gobierno nacional. La imitación tiene un dejo de amargura. Parece que un ajuste primero se cocina en la cabeza de los trabajadores y después se sirve en las medidas económicas concretas.
El desafío de la conducción sindical en las paritarias en curso tiene un alcance histórico. Las negociaciones de 2016 y la acción de sus dirigentes marcarán la orientación de la política económica y la conflictividad social que el gobierno deberá afrontar en los años que vienen. El poder adquisitivo, el derecho a la protesta y la defensa de los puestos de trabajo son las reivindicaciones que fundamentan la existencia misma de los sindicatos y son los temas que están en discusión. La propuesta de aumentos en un porcentaje muy inferior no sólo al pautado en 2015 sino a la creciente inflación, la consolidación del protocolo represivo de los piquetes y la profundización del ajuste y los despidos en el Estado –en todos los niveles y, también, signos partidarios– son las tres patas de un programa consensuado entre la mayoría de los ejecutivos y, también, del empresariado.
Cuesta decir que los resultados de estas paritarias quedarán en la historia, porque justamente la historia de las luchas obreras no es la más recordada, siquiera remotamente. Es más fácil reconocer el nombre de Tita Merello o Pipo Mancera que el de Saúl Ubaldini, probable ignoto para la mayoría de la población menor de 30 años. Ni siquiera es necesario mencionar a Germán Abdala. O, casi en el mito, a Agustín Tosco.
Pero el punto no es la recriminación erudita –mal común que sólo lleva a paralizar fervores con verborreas condenatorias–, sino el reconocimiento de lo que significa un momento crucial para el movimiento obrero organizado y de las consecuencias que ese momento acarrea: un parte aguas se encuentra por delante. Ese reconocimiento se muestra esquivo, porque es muy avara la ponderación social respecto de las dirigencias gremiales.
Resquemores e injusticias
La persecución del sindicalismo clasista por parte de los burócratas –o la discriminación de los troscos por parte de la conducción, según el color de la mirada– jalona parte de la historia más oscura del movimiento obrero; su último hito, el asesinato de Mariano Ferreyra a manos de las patotas del gordo ferroviario José Pedraza. En correos, taxis, petróleo, alimentación, sanidad, comercio, obras sanitarias, camioneros o judiciales hay liderazgos que van por los 25 años ininterrumpidos, y mucho más. El manejo cerrado de abundantes cajas siempre despierta sospechas. La abierta connivencia con las patronales –los casos de la construcción y los peones de campo son paradigmáticos– vuelven a la organización una herramienta de explotación perfecta.
Como se ve, el resquemor no carece de fundamentos, pero abunda en olvidos e injusticias. El tratamiento de los medios de comunicación generalmente es flojo en aplausos y rápido en azotes. La política sindical chirria en los engranajes que vinculan al Estado y los empresarios. Pero tiene que chirriar, pese al escarnio al que pueda enfrentarse. Tiene que salir al frente en la coyuntura, más allá de las reprobaciones de la prensa y los silencios de la historia.
Fue el movimiento obrero el que salió a la calle en 1981 y 1982 contra la dictadura, masivamente, bancándose batallas campales en todo el país, bajo la consigna de Paz, Pan y Trabajo. Todas esas acciones –tanto como el paro general de 1979– son inseparables de la figura de Saúl Ubaldini, prácticamente ninguna puebla el recuerdo siquiera de aquellos que cada 24 de marzo asisten a las plazas de la memoria, la verdad y la justicia, con sincera convicción. De Ubaldini se recuerda que tenía una afección ocular, que Alfonsín le dijo que “el país no está para mantequitas y llorones” y que le clavó trece paros al gobierno radical, sin mencionar la continua caída del salario real que se vivió en el quinquenio anterior al estallido de la hiperinflación de 1989.
Fueron los hijos dilectos de la CGT colaboracionista con la dictadura, aquella CGT Azopardo comandada por Jorge Triaca (sí, el padre del actual y homónimo ministro de Trabajo, quien a su vez fuera ministro de Trabajo del primer menemismo), los que entregaron una nueva página negra al operar puntillosamente como carmelitas durante el ajuste brutal de los 90. Pero también fue el movimiento obrero el que ofreció respuestas: trabajadores del Estado y de la educación, principalmente, supieron enfrentar al menemismo y su sucedáneo aliancista. El Movimiento de Trabajadores Argentinos de Hugo Moyano, con sus camioneros, también estaba presente en las plazas. Y la izquierda tenía una figura estelar en el Perro Santillán, de la Corriente Clasista y Combativa. Incluso, la Central de Trabajadores Argentinos supo generar los mecanismos para albergar en su seno a los desocupados organizados y para articular con los nuevos movimientos sociales que contenían a los reventados por el neoliberalismo. Y fue la transversalidad de las organizaciones obreras clasistas la que primero supo poner un pie, y una ayuda, en el movimiento de fábricas recuperadas, la más potente y creativa de las resistencias al desguace que eclosionó en 2001. A nivel local, pocos conocen el pizarrón rayado que está en el salón principal de la sede de Amsafe provincial, donde se recuentan los votos de las bases en cada departamento, antes de decidir una medida de fuerza o la firma de un convenio: pocos mejores ejemplos de institucionalidad democrática se cifran en tan simbólico elemento áulico.
Los términos del juicio
Pero el tema son las paritarias que ahora están en curso, no un cuentito moral sobre los olvidados de la historia y sobre traidores y entregadores.
En los 90 la inflación se detuvo por medio del congelamiento de los salarios. Esa fue la clave: la paridad peso dólar (la Convertibilidad) y el endeudamiento externo sistemático no alcanzaban sin que los recibos de sueldo no se movieran.
El principio que hoy se quiere aplicar es el mismo, acaso más gradualista. El techo de 25%, reafirmado por el presidente tras la pública desautorización que sufrió el ministro de Educación Esteban Bullrich sólo tiene como objetivo sacar billetes de los bolsillos para contraer el poder adquisitivo y forzar los precios a la baja. Suena ilógico decir que se va a poder comprar menos cosas en un contexto de inflación descendente, pero ese es el escenario.
Como en los 90, como en la dictadura, el movimiento obrero está en una encrucijada. Más allá de las afrentas mediáticas e, incluso, de la mansedumbre de sus representados, el desafío se le abre como una oportunidad. Los chicos siempre sufren porque no van a empezar las clases y los piquetes generan caos en el tránsito. Las dos frases son ciertas, por ello su ruindad política es todavía mayor cuando se las jerarquiza en primer término. Y no serán la calurosa demora de un corte de calle o el insoportable aburrimiento matutino del niño sin clases los elementos probatorios indiscutibles del juicio histórico.