Prevención y contención por un lado, capacitación y trabajo por el otro: recetas que aparecen como alternativa a la mano dura. “Las investigaciones sobre opinión pública en relación a temas de delito y castigo nos muestran un panorama distinto al que presentan los medios”, dice un especialista.
Por Mauro Epelbaum
¿Es el discurso de la mano dura –y las políticas que ese discurso propende y justifica– el único capaz de responder a los pedidos por una mayor seguridad? ¿Es el castigo la única vía? ¿Es la inseguridad –ese concepto tan amplio, tan vago y tan de moda– lo que dispara un clima de malestar social, de indignación repetida ante la injusticia permanente, o es el resultado de ese mismo malestar, de esa repetida injusticia? ¿No hay justicia por la inseguridad? ¿O será quizá que falta la seguridad porque lo que falta, desde hace mucho, es justicia?
Hace un mes Pausa convocó a profesionales especializados en diferentes disciplinas para reflexionar sobre el reclamo de la pena de muerte, expresado desde algunos sectores de la sociedad y difundido desde los medios de mayor alcance. En el pedido de la pena capital para quienes incurren en delitos como el homicidio, el abuso sexual o el robo a mano armada sólo se refleja una necesidad de venganza o, lo que sería más o menos lo mismo, la confusión de justicia con revancha.
Hay, sin embargo, otras connotaciones que se desprenden del hecho de que se pida terminar con la vida de quien cometió un delito. Una de ellas, la cuál nos interesa particularmente aquí, es que detrás del reclamo del más duro de los castigos se esconde un descreimiento absoluto de la posibilidad de recuperación y reinserción aquel que delinquió. Una encuesta realizada en septiembre de 2007 por el Inadi (Instituto Nacional contra la Discriminación, la xenofobia y el racismo) en todo el territorio provincial muestra que más del 70% de los encuestados está muy (47,7%) o parcialmente (22,8%) de acuerdo con la siguiente idea, cada día más en boga: “La mayoría de los delincuentes no tienen recuperación”.
Ante esa falta de confianza se pueden contraponer experiencias que apuntan a la integración y a la inserción de aquellos que han cometido un delito o que, aún sin haber llegado a ese punto, se encuentran inmersos en un universo donde esas prácticas están casi naturalizadas. Por un lado, el Programa de Educación Universitaria en Prisiones, que desde el año 2004 lleva adelante la UNL con internos de la cárcel de mujeres y de los penales de Las Flores y de Coronda. Hasta ahora hubo dos graduados. Unos 60 estudiantes participan en la actualidad de los cursos; seis se encuentran próximos a recibirse. A esta estadística cabe sumar a los presos que están estudiando en otras universidades e institutos terciarios de la ciudad, y también a aquellos que buscan su reinserción social por medio del aprendizaje de un oficio. En ese marco se inscribe una experiencia reciente: la reapertura de la Panificadora Furman, un símbolo recuperado por el barrio Santa Rosa de Lima. En el emprendimiento trabajan seis personas: dos reclusos de la cárcel de Las Flores y dos que recuperaron su libertad recientemente, además de dos beneficiarios de planes sociales. Allí se cocinan, cada día, unos 500 kilos de pan que luego son repartidos en forma gratuita en el barrio.
El derecho a otra oportunidad y la idea de que se pueden cambiar destinos aparentemente sellados es lo que se trasluce en estas iniciativas y también en la tarea de otras instituciones que, dentro y fuera de la ciudad, trabajan a diario contra el discurso de la condena inapelable como única vía. La Pastoral Penitenciaria es una de ellas. Otra es la ONG Casa de Francisco, que funciona en Santo Tomé. La primera aspira a la reinserción social de los detenidos a través de un cambio en sus actitudes y valores personales; la otra trabaja esencialmente en la prevención por medio de la capacitación laboral y la formación en valores de adolescentes en condiciones de vulnerabilidad social.
TRABAJO Y VALORES. Casa de Francisco cuenta hoy con 65 chicos y chicas de entre 12 y 19 años que todos los días asisten a los talleres de capacitación en herrería, carpintería, computación, panificación y apoyo escolar, entre otros. “Lo que tratamos de darle a los chicos –dice Adelina Duarte, encargada de los talleres– son normas de conducta y herramientas para que puedan encontrar una alternativa diferente. Hacemos mucho hincapié en el tema de la puntualidad, el respeto, la responsabilidad, es decir, en todo lo que el chico va a necesitar en el futuro cuando tenga un empleo. Trabajamos coordinadamente con una red de instituciones y con las escuelas a las que concurren los adolescentes. Además, recibimos a chicos que nos derivan de la Dirección del Menor, menores en conflicto con la ley. De lo que se trata en este caso es de ofrecerles, a los chicos que se han vuelto a reinsertar en su grupo familiar y que no van a la escuela, un lugar donde tengan tareas continuas y contención”.
La responsabilidad de la Pastoral Penitenciaria, cuenta su coordinadora Marta Garassino, es acompañar a los detenidos. “Queremos que encuentren allí, en eso tan sórdido y tan terrible que es estar privado de la libertad, y que padecen sobre todo los más pobres entre los pobres, una presencia, un apoyo, una compañía y también que sepan que pueden contar con alguien. Lo que hacemos es visitar las cárceles y comisarías, charlamos con los internos, reflexionamos sobre un tema en particular, sobre una frase del Evangelio o sobre algo que ha pasado en el penal. También trabajamos en un proyecto destinado a los internos de Las Flores que ya comenzaron con sus salidas transitorias: talleres para ayudarlos a volver a la casa, lo cual no es fácil. Todo ha cambiado cuando ellos vuelven. Si la mujer quedó sola, por ejemplo, asumió un montón de roles, por lo que cuando ellos regresan hay muchas decisiones que ya fueron tomadas. Y son personas a las que culturalmente les faltan elementos para adaptarse, para aceptar las cosas, para dialogar. La palabra muchas veces no existe. Lo que tratamos, entonces, es instalar la palabra, el diálogo, la comprensión, darles herramientas para que puedan, al salir de la cárcel, enfrentarse con esa otra realidad”.
VOLUNTARIADO. Uno de los objetivos planteados por la ONG santotomesina es desarrollar en los adolescentes “una conciencia de participación y pertenencia dentro de una libertad responsable”, según explica Adelina Duarte.
Sobre esta idea de conjunto avanza también la Pastoral Penitenciaria: “Más allá de que el interno pueda hacer esa reflexión personal, aspiramos a una reflexión comunitaria, porque uno de nuestros principios es que nadie se salva solo sino en comunidad”, dice Marta Garassino.
“De ahí nuestra insistencia en el trabajo con las familias de los presos a través de la realización de talleres de reflexión y la necesidad de dejarles el mensaje de que pueden seguir contando con nosotros aún cuando ese familiar preso ha recuperado su libertad”.
En la entidad, fundada por el cura Gabriel Carrón tres décadas atrás, trabajan actualmente entre 40 y 50 personas, por lo general mayores de 40 años, aunque hace poco también comenzó a participar un grupo de jóvenes con vocación solidaria. De todas maneras, ese número de personas aparece como insuficiente al momento de cumplir con todas las actividades que se proponen y tampoco resulta fácil conseguir nuevos voluntarios. “Con todo lo que está instalado en los medios masivos sobre la delincuencia y el delito, la gente está muy temerosa y cuesta más que se sume”, cuenta Marta.
El mismo problema, aunque derivado de otros motivos, tiene Casa de Francisco: “Es muy difícil logar un voluntario diario, que tenga continuidad –se lamenta Adelina–. Tenemos como excepción una señora que es jubilada y que viene dos veces por semana a dar clases de apoyo de Matemática. Pero el resto a lo mejor viene un tiempo hasta que le sale un trabajo remunerado y se tiene que ir”.
LAS DOS CARENCIAS. Las personas que trabajan en estas organizaciones identifican un problema que va a la par de la falta de recursos económicos: la falta de cariño. El 90% de los presos asistidos por la Pastoral son pobres provenientes de los barrios del oeste de la ciudad. Los chicos que van a Casa de Francisco viven en los barrios marginales de Santo Tomé. Cuenta Adelina: “Llegan con carencias afectivas terribles; la mayoría viene de familias desestructuradas. Hay chicos a los que jamás les dieron un abrazo ni les cantaron el feliz cumpleaños”.