Un pormenorizado repaso por los últimos y convulsionados 10 años de la Argentina, desde el fracaso aliancista y los días de diciembre de 2001 al resurgimiento cultural y social de un nuevo conservadurismo agroexportador.
Por Luciano Alonso (*)
¿Cuándo comienza y termina una década? La respuesta es obvia en el calendario, no en la historia de un país. En cada dimensión de lo social se pueden postular periodizaciones diversas. La década que suponemos concluye ahora podría empezar con el gobierno de Fernando de la Rúa, o con la fractura política y social de 2001, o incluso con la modificación de los términos de intercambio del comercio internacional y el incremento del precio de las materias primas que posibilitaron la salida de la crisis económica hacia 2002-2004. Pensar el momento actual en su relación y distinción con el decenio de Carlos Menem quizás facilite un acercamiento global. Por un lado, entre 2000 y 2009 se desplegó una suerte de década post-menemista en la que se buscaron nuevos equilibrios y aparecieron otros protagonistas. Por el otro, los modos de gestión pública y las formas sociales y culturales afianzadas durante los ‘90 gozan de buena salud.
Al asumir el 10 de diciembre de 1999 el gobierno de la Alianza –tan heterogéneo en su composición como el propio peronismo– se presentó a sí mismo como el portador de una reforma moral de la política y de una administración tecnocrática eficiente que evitaría los sobresaltos en un marco internacional en el que ya estallaba la “burbuja bursátil”. No cumplió ni una ni otra promesa. La primera naufragó cuando Carlos Chacho Álvarez renunció a la vicepresidencia en medio del escándalo por la compra de votos en el Senado, respecto de un tema en el que De la Rúa seguía los pasos de flexibilización laboral de la gestión anterior. Lejos de ser una cuestión individual, la actitud de Álvarez expresó una disconformidad profunda de parte de las clases medias y de la propia militancia aliancista con los modos políticos del conservadurismo radical. Tampoco se evitó la inestabilidad económica, no sólo por el lastre financiero de la deuda externa en una coyuntura mundial desfavorable sino muy principalmente porque el gobierno trató de integrar a todos los sectores del gran capital y eso limitó sus posibilidades de maniobra. Sin un programa de reforma económica a favor de las mayorías populares, pero asimismo imposibilitado de salvar la rentabilidad de algunos capitales a costa de otros, la experiencia aliancista se perdió en una sucesión de intentos acordados con los grandes actores financieros internacionales que insistían en las políticas neoliberales más crudas.
La agudización de la crisis social endémica llevó al estallido de diciembre de 2001. Contra las visiones ingenuas que proclaman una suerte de “situación revolucionaria” hay que recordar que, si bien cayó un gobierno, las estructuras del Estado nunca se encontraron en peligro, aunque necesitaran imponerse a los tiros. Como expresión de los actores emergentes que pusieron en cuestión al sistema político, lo que la movilización dejó en claro como novedad fue la reconfiguración de las fuerzas sociales y la capacidad de la presión popular. Pero en ella no sólo se hicieron presentes agrupaciones territoriales y sectores acicateados por el hambre, sino también las típicas maniobras de presión del peronismo y el funcionamiento de los vínculos que unen a las fuerzas policiales con un universo de mediadores de la más variada naturaleza.
Nacidas en la década menemista, las agrupaciones piqueteras se presentaron como un actor movilizador de primer orden que rompió con la idea de que los desocupados no son representables y no pueden organizarse. Al contrario de la efímera protesta cacerolera de las clases medias capitalinas, lograron una implantación territorial cada vez mayor. Por su parte, se consolidó la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) –en un proceso que aún hoy continúa erosionando los feudos sindicales de la Confederación General del Trabajo (CGT)– y se afianzaron en distintos lugares delegados clasistas. Al calor de la crisis, las empresas recuperadas mostraron las posibilidades de la autogestión y de las nuevas formas de lazo social. En una serie de procesos interconectados, fue surgiendo un nuevo tipo de movimiento obrero como expresión social de un “trabajador colectivo” más que de los clásicos y menguantes trabajadores manuales industriales.
Sin embargo, frente al embate popular las agencias dominantes mostraron una alta capacidad de reacomodamiento. La crisis del sistema de partidos no puede ser confundida con una crisis del Estado, que no resignó su capacidad de control social y continuó articulando exitosamente la dominación capitalista. Entre diciembre de 2001 y mayo del 2003 el peronismo se fue reinventando a sí mismo, abarcando una vez más a casi todo el arco político nacional, traccionando a sectores radicales, liberales y conservadores hacia un nuevo modelo de competencia electoral. Ni siquiera la izquierda tradicional fue ajena a esas influencias, como lo muestran los posteriores desgarros y vaivenes del Partido Comunista. En el pico más profundo de la crisis, la política asistencial aseguró niveles mínimos de subsistencia y las estrategias oficiales frente al movimiento piquetero contribuyeron a su diversificación y fragmentación.
Tras el período de estabilización y cogobierno del 2002, el acceso de Néstor Kirchner a la presidencia se asentó en el peso electoral del peronismo bonaerense, en unas elecciones marcadas por la derechización de las opciones encarnadas en tres candidatos justicialistas y tres candidatos post-radicales. Aprovechando los acuerdos legados por las componendas de Eduardo Duhalde, el temor a un resurgimiento del menemismo y su propia presentación como exponente de una generación distinta, Kirchner intentó primeramente una construcción política “transversal” que se suponía podría conformar un polo progresista y ofrecer una alternativa a las clases populares en su más amplio espectro. El proceso de estabilización económica iniciado con Duhalde y una coyuntura internacional excepcionalmente favorable afianzaron su gestión, pero pronto se le presentó el dilema de cómo independizarse de la tutela duhaldista y, al mismo tiempo, evitar los peligros de su oposición. La muerte del proyecto de transversalidad, el refugio en el más rancio aparato justicialista y los acuerdos con los poderes provinciales fueron la salida más segura.
Desde el gobierno nacional no se promovieron procesos de transformación profunda ni durante el mandato de Kirchner ni con la elección de su esposa Cristina Fernández para el siguiente período presidencial. En la base de las estrategias económicas continuaron los mismos factores que caracterizaron al neoliberalismo anterior: promoción de los intercambios en función de las tendencias autorreguladas del mercado, preocupación por los costos de producción y la calificación del trabajo, facilitación de la acumulación de capital y de los flujos financieros. El modo general de intervención del Estado en la economía no cambió y se privilegió la conformación de un fondo anticíclico. Así como Menem había garantizado un colchón financiero con el remate de las empresas estatales y De la Rúa lo buscó infructuosamente con “blindajes” de préstamo exterior, Kirchner pudo establecerlo gracias al extraordinario aumento de la renta agraria y a la estabilización de los ingresos impositivos. Esa autonomía relativa se apoyó en un nuevo contexto latinoamericano, en el cual la articulación con el Mercosur original y luego con Venezuela aportó una mayor capacidad de negociación.
El superávit en las cuentas públicas no puede ocultar tanto la voluntad de regularizar los pagos de la deuda externa como la carencia de cualquier plan estratégico de desarrollo. En lo primero se saldaron las menores pero simbólicamente importantes deudas con el Fondo Monetario Internacional y se acordaron recálculos de mucha importancia con acreedores extranjeros, saliendo de la cesación de pagos a la que se había llegado en 2001. Lo segundo se evidenció en la implantación del “modelo sojero” por la simple elección de los actores económicos agropecuarios de acuerdo a sus criterios individuales de rentabilidad y a la lógica de la concentración capitalista del sector. Los excedentes de la renta agraria no fueron reorientados hacia la industrialización o la infraestructura y se trató de echar mano de ellos con evidente tardanza. Las explotaciones mineras y petrolíferas se acercaron más a un modelo colonial de extracción predatoria que a un proyecto social y medioambientalmente viable. La eliminación del sistema de fondos de pensión fue –más que parte de un proyecto social– el simple resultado de la confluencia de la presión sindical en materia previsional, de la falta de entusiasmo de las AFJP en la defensa de un mecanismo de inversión que era puesto en riesgo por las fluctuaciones de las tasas de ganancia y del interés estatal en disponer de una reserva financiera de importancia. Si en Argentina hubo un “piloto automático” para la economía luego del menemismo, éste no retornó de la mano de los neoliberales típicos sino paradójicamente de aquellos que discursivamente se presentan como opuestos.
Como en toda competencia entre agentes capitalistas la dinámica económica supuso la puja entre fracciones que encontraron apoyos desiguales en el gobierno nacional y en las coaliciones provinciales. Inevitablemente, los desequilibrios de las relaciones de poder y la capacidad de algunos sectores para obtener rentas extraordinarias generaron tensiones respecto de la apropiación y distribución de esos recursos, sobre todo cuando la modificación progresiva del contexto mundial y las tensiones sociales acumuladas impusieron algunas reorientaciones en materia fiscal. En 2008 esto se expresó en el conflicto de intereses suscitado a raíz del aumento de las retenciones a las exportaciones de diversos productos agropecuarios. La situación fue mutando frente a la lógica de los acontecimientos, pero el aspecto más llamativo del proceso fue sin duda la definición como “el campo” de un amplísimo abanico de productores agropecuarios, de los pequeños arrendatarios y propietarios a los grandes latifundios de capital corporativo, de los productores de leche y pollos a los de soja y girasol. Esa discursividad fundante de lo social provino tanto de los conglomerados mediáticos y de las entidades ruralistas como de muy distintos grupos políticos –empezando por la derecha más retrógrada y terminando en partidos de izquierda con estrategias insólitas– y en definitiva del propio gobierno, que con una lógica absolutamente contraria a la de la vieja máxima “divide y reinarás” unificó los intereses económicos egoístas de actores agropecuarios segmentados, mediante una política impositiva regresiva durante los cinco años anteriores.
Hacia julio de ese año la debilidad de las posiciones del gobierno se acrecentó, mientras las entidades ruralistas gozaron de una relativa hegemonía en el campo político y cultural, concitando el apoyo de las clases medias urbanas. Cuando Ignacio Copani cantó sobre las “cacerolas de teflón” y se ganó la animadversión macartista de medios de comunicación y señoras paquetas, simplemente registraba la volubilidad de amplios grupos sociales que ya habían abandonado a los piqueteros como potenciales aliados, votaban a Macri en la ciudad de Buenos Aires y se tragaban las operaciones informativas más delirantes. Sin capacidad para generar una verdadera participación popular y sólo apelando a imágenes míticas del primer peronismo para movilizar a sus seguidores, el gobierno de Fernández de Kirchner asistió a una gran derrota parlamentaria cuando los senadores (y el vicepresidente) rechazaron la polémica disposición sobre las retenciones. A partir de allí, el escenario político se volvió otra vez volátil y el Poder Ejecutivo nacional vio erosionada su capacidad de conducción.
Pese a la continuidad de un modelo económico sujeto a la situación semiperiférica y afín a los dominantes en el plano internacional, los gobiernos justicialistas de la década se caracterizaron por una mayor apertura que los anteriores en cuestiones sociales y culturales. En el plano social, se produjo tempranamente una conversión de los planes “Trabajar” en los “Jefes y Jefas de Hogar” destinados a asegurar la satisfacción de algunas necesidades mínimas. Bajo el kirchnerismo, el crecimiento del empleo posibilitó el progresivo abandono de los planes de empleo o asistencialidad, cuyo impacto real en el presupuesto nacional y en el consumo popular fue decayendo lenta pero inexorablemente. El subsiguiente plan “Familias” languideció en montos similares a los de varios años antes, hasta que en 2009 el deterioro de la calidad de vida de los sectores populares volvió a ser motivo de preocupación y el gobierno impulsó la asignación universal por hijo hoy vigente.
Los debates en torno a los planes sociales evidenciaron a lo largo de toda la década un verdadero odio de clase por parte de los sectores medio-altos respecto de los sectores populares. En el momento duhaldista, las críticas liberales y conservadoras a esas asignaciones ni siquiera se dignaban a evaluar el afianzamiento del orden social que posibilitaba esa mínima distribución. Tanto entonces, como después, se insistió en la identificación mediática de los “piqueteros” como principales beneficiarios de esas ayudas, pese a que las organizaciones territoriales sólo controlan el 10% de los planes y que su aplicación a huertas y talleres comunitarios multiplica sus efectos. Más recientemente, la oposición a la asignación universal por hijo ni siquiera se pregunta si no es absolutamente lógico que el Estado pague por ello a los desocupados, de la misma manera que hace 60 años que paga a los trabajadores en blanco los salarios familiares. Como suele suceder en la historia del capitalismo, los propietarios no perciben claramente que la distribución de algunas migajas asegura la paz social que no se merecen.
En el plano cultural, se presentó una verdadera recuperación de la televisión pública, una política de promoción de la lectura y un intento de revisar las deficiencias del sistema educativo, aunque esto último sin mayores éxitos concretos. La confrontación con los oligopolios comunicacionales, por los motivos que fueran, alimentó la discusión pública y posterior aprobación de una ley de medios audiovisuales que abre las puertas a vías de comunicación alternativas. En un contexto mundial de dominación espectacular a través de instrumentos tecno-estéticos, la nueva ley de medios no podrá escapar a la lógica del capital ni revertir la hegemonía comunicacional conservadora, pero con seguridad supone la mejor versión del progresismo que el gobierno nacional pretende representar.
Respecto de las políticas de derechos humanos la década presentó una deriva que en general fue siempre en el sentido de una institucionalización estatal de las memorias de la represión y de la promoción de juicios que repararan los agravios cometidos. Desde los últimos días del menemismo se comenzó a percibir un viraje que arrancó con la creación por Duhalde de la Comisión Provincial por la Memoria en la provincia de Buenos Aires, pasó por su consolidación con Ruckauf, una tímida apertura judicial con De La Rúa y luego la afirmación de esa línea con las presidencias de Duhalde y Kirchner. Con este último la aceptación por el Estado de algunos de los reclamos históricos del movimiento de derechos humanos dio lugar a intervenciones monumentales, programas de difusión y una política sostenida de promoción de los juicios. Acontecimientos como la desaparición de Jorge Julio López, la falta de unificación de las causas o los usos demagógicos de la temática –como la equiparación por Cristina Fernández de la desaparición de personas con la televisación privada del fútbol profesional– ponen en cuestión el compromiso del gobierno en la materia y hacen posible que los “derechos humanos” se conviertan en un significante vacío, que cada sector puede llenar en función de la construcción de hegemonías. Como resultado final de ese proceso de asunción estatal de ciertas reivindicaciones y olvido de otras, el movimiento argentino por los derechos humanos se dividió cada vez más profundamente y en algunos casos se confundió con las agencias estatales.
En la actualidad el escenario político nacional se muestra como un campo de fuerzas extremadamente fragmentado. Desde esa perspectiva el presente puede ser interpretado como el momento de un equilibrio inestable, en constante reconfiguración pero al mismo tiempo garante de la acumulación de capital acorde a un modelo semiperiférico. Al mismo tiempo, la presencia de la matriz liberal condiciona nuestro pensamiento; somos incapaces de generar nuevos modos de imaginar lo social. Con seguridad que las dádivas de un gobierno populista pueden restañar las necesidades masivas mejor que las variadas oposiciones de la derecha pura y dura o que los liberales radicales y socialistas fijados en un horizonte de “calidad institucional” abstracta o hasta ficticia. Pero ni en unos ni en otros se aprecia una salida hacia la construcción de instituciones democráticas y populares o hacia un modelo económico-social más equitativo. Frente a esos bloques dominantes y en una posición marginal, las izquierdas tradicionales o renovadas tampoco son capaces de ofrecer alternativas de masas. Los ejemplos de Bolivia y Venezuela –muy diversos pero ambos revulsivos para el establishment nacional y global– parecen excesivamente lejanos.
Hace algún tiempo se extendió la idea de que los años ‘80 habían sido para los latinoamericanos una “década perdida”, debido a las crisis económicas y las incapacidades de las nuevas dirigencias. Las “transiciones a la democracia” de ese entonces habían prometido un desarrollo que luego se frustró. En una consideración global de la década que termina, podríamos preguntarnos si en el panorama nacional no cabe el mismo calificativo. La apertura de los años 2000 con la crisis de la política menemista y la emergencia de la movilización popular sugería un horizonte de transformaciones sociales. Su cierre con la movilización ruralista marca la conformación de nuevas configuraciones de fuerzas, que se orientan a la continuidad de la dominación capitalista. Entre las luchas en la ciudad de Buenos Aires el 19 y 20 de diciembre de 2001 y el acto del Rosedal de Palermo el 10 de diciembre de 2009 hay no sólo un abismo social, político y cultural, sino sobre todo la historia de un fracaso, que merece ser analizada para enfrentar los nuevos tiempos.
(*) Historiador, docente e investigador de la Universidad Nacional del Litoral.