Esta nota salió el año pasado, en Pausa #41, masomenos por estas fechas, recordando los 19 años de CARNEVIVA
Por Ale David
Con 20 años estaba decidido a dedicarme al cine o a lo que se acercara más a ello. Me había comprado la cámara más moderna del momento, una Sony Hi-8 Ntsc, con una resolución pulenta y todo el tiempo filmaba todo. Empezaba mis estudios de Comunicación Social con la ventaja de tener la herramienta mas requerida.
La década del 90 arrancaba con un país decidido a pertenecer al primer mundo, al menos para algunos... pocos. El Cine Club era mi actividad preferida; en una de sus funciones me crucé con un flaco del barrio que conocía de las peñas rock de secundaria, yo como público, él en el escenario cantando fuerte y bien.
El Pato Duarte, un amigo y compañero de estudios, me comentó que Carneviva quería filmar un video clip con cero presupuesto, por supuesto, pero mucha alquimia rockera. Concertamos una cita. Vino el bajista solo, Mario Alfageme, un autentico personaje del rock –campera de cuero negra y caraloco Ringo Starr– por esencia. La charla fue subiendo en ánimos y coincidencias hasta que terminamos convencidos de que éramos amigos de antes, tomando muchas birras, escuchando música en vinilo bien alto y proponiendo ideas geniales para la filmación.
Quedamos en que me presentaría al resto de la banda en el próximo ensayo en Villa California, lugar que se convertiría en el bunker creativo del grupo: el rancho del Lucio. Por entonces la película de Oliver Stone sobre Jim Morrison había prendido en la juventud a pesar de su artificialidad y del maniqueo para con el bueno de Jim, y comenzaban a editarse en VHS los documentales de rock de los grupos clásicos: los Stones, los Doors, Dylan, Floyd, Bowie... mientras que en el norte florecía un movimiento que rescataba, ante tanto pop irrelevante, el mejor momento del rock: los 70. Grupos como Nirvana, Pearl Jam, Alice in Chains y toda la movida grunge.
Fui al ensayo con mi amigo el Pato, con mucha expectativa por todo lo bueno que me habían contado del grupo, y ni bien entré al rancho (así apodaron la casa-sala de ensayo de Lucio Venturini) los primeros riffs del gringo Ferronato haciendo Consumidores de criaderos me mataron. Y encima el batero, con lomo trabajado y vincha gitana golpeando... ¡aporreando su batería!
Fue un knock out cantado. Pero faltaba la otra dupla: Mario y Gustavo, a quien aún no conocía. Y aparecieron. Enseguida reconocí al Tavo Angelini, el flaco del Cine Club que iba a ver películas en su bici igual que yo. Ahí nomás saludó con su brazo y se puso a cantar “dependencia y neurosis, los gerentes están tiesos: ¿quién les enseñó a sonreír en un toqueteo de ciegos?”. Todo cerró perfectamente. Letra y música de acá. Santa Fe tiene futuro, pensé, y me puse a filmar desde todos los ángulos. Esa noche me hice amigo de todos, incluidos los personajes que rodeaban el fuego del grupo.
Se preparaba el primer gran concierto en el Patio Catedral y el entusiasmo por filmar a cuatro músicos comprometidos con la idea trascendental de ponerle poesía y rock a la sociedad santafesina siempre recatada de esos años mentirosos y corruptos, me tenía completamente excitado e inquieto con tutti. Encima la gente que colaboraba con el grupo; primero fueron camaradas y después amigos inseparables.
La energía que fluía en esos ensayos, la sensación colectiva de valorar la existencia bajo la sombra de un árbol centenario en los caminos de Rincón, tomando el porrón negro del pico, escuchando las improvisaciones histriónicas a capella del Tavo, las risas contagiosas de Lucio y Daniel ante las monerías de Mario, el berimbau del Flaco Marcos y las salidas declamatorias de izquierda de Andresito, con el Lulo refutándolo, son fotografías mentales eternas...
Fragmentos de "Diapositivas", también de Alejandro David
Estoy recordando momentos que importan porque hoy todavía están presentes, en las canciones que los jóvenes ahora hicieron suyas y que nosotros cantábamos convencidos y enojados.
“Y disfruto una dicha inmensa cuando caigo en el garguero de alguien gastado por sus bregas y su cuerpo caliente es una dulce tumba que me complace más que mis frías bodegas”.
Esa capacidad de representación generacional que consiguió Carneviva nunca desapareció, está intacta y robusta como ese árbol de los jíbaros, como el alma del vino en las botellas.
Publicado en Pausa #41