Mientras crece la polémica porque un medio especializado en cine catalogó a Invasión como larga, aburrida, poco cinematográfica o qué se yo, rescatamos una nota de 2010 para poner a esos salames en su lugar.
Por Donnie Zerbatto
De algunas calenturas gloriosas sólo me queda la memoria, algunas fotos en la cabeza. De unas pocas de esas franelas, el deseo de haber avanzado más: una semana, un mes de descajete furibundo. De sólo dos o tres atesoro la tan conocida y mentada nostalgia de lo que no fue (como la tristeza o la tos, tiembla en el pecho, pero de modo leve y rítmicamente siseante. A esa sensación ya le vendría bien un nombre, porque la frasecita para evocarla está de más gastada). Invasión (1969) de Hugo Santiago es la franela circunstancial de la novia que nunca tuvo el cine argentino.
Uno de los mejores críticos que hayan dado estas landas publicaba serialmente en la Fierro de los ‘80. Afuera del circuito cinéfilo clásico, zambullido en esa peculiar banda que eran los lectores de las “historietas para sobrevivientes”, Ángel Faretta era una fusión entre filósofo marxista alemán de los ‘40 con nardo fanático del sci-fi y el fantasy: recomendaba con fruición y de modo agotador y recurrente la lectura de El señor de los anillos, en los tiempos en que salía en baratas ediciones tapa blanda de bolsillo –de la imprescindible Editorial Minotauro–, mientras al mismo tiempo se preocupaba por definir una propia teoría estética. De Invasión llegó a decir que fue uno de “los mejores films del mundo en los últimos años…”. Completamente por otro lado, alguno de esa pedante e imbécil runfla de snobs que escriben en El amante reconoce que es “la” peli de culto argentina. Esas afirmaciones excesivas en la voz de un buen crítico y de un probable gansito frívolo dan cuenta del vacío amoroso que produjo Invasión en el cine argento.
Con argumento de Borges y Bioy, la historia se resume a lo que su título indica; la invasión, la defensa de la ciudad invadida y la resistencia pueden pensarse como una anticipación de lo que vendría en el ’76. Lo mismo se dijo de la historieta de Oesterheld, El eternauta, de 1957. Puntualmente, Invasión contrapone a un grupo de uniformados tecnológicamente avanzados contra otro cuya organización, gustos y rituales pertenecen más a un código nostalgioso de un pasado a perderse que a otra cosa. Seres en rigurosas gabardinas claras, que torturan rodeados de aparatos de TV prendidos, contra milongueros medio borrachines comandados por un viejito amante de los gatos.
Sería más razonable, entonces, filiar Invasión con el hitazo literario gorilón La fiesta del monstruo, producido también por B&B. Sin embargo, pegando la vuelta, sería más razonable aún recordar que durante la dictadura la peli fue prohibida y su negativo fue robado de los estudios Alex. Sobrevivió como rareza en VHS; recién en el siglo XXI Santiago se encargó de comandar una recuperación y reedición del film (ahora en óptimas condiciones).
Puede decirse que la historia se encargó de volver a escribir a la peli: hasta habría allí una suerte de celebración de la lucha armada. O sería muuucho más razonable todavía recordar lo que Borges supo decir, varias veces y de varias formas: que las historias épicas con las que cuenta la humanidad son pocas, dos o tres a lo sumo. Que Troya puede ser Buenos Aires (por ello en el film se llama “Aquilea”). Que el chiste está en cómo se relatan esas épicas, donde lo fundamental es el tono más que los héroes. Si es así, entonces el chiste está en Santiago y su fenomenal director de fotografía, Ricardo Aronovich. Y en otro grosso, que hace la banda de sonido: Pichuco Troilo.
Santiago se fue a los 20 años a París, becado. Era 1959. Trabajó como asistente de Robert Bresson a los 23. Y a los 30 se metió con esa dupla de vejetes tarambanas que jamás se repitió en la historia cultural argentina. Su periplo no terminó allí: en 1974 hizo otra peli más con guión de Borges y Bioy (Los otros), pero nuevamente en Francia. Y en 1985 hizo una suerte de continuación de Invasión pero con guión de otra pluma mayor del antiperonismo, Juan José Saer, llamada Las veredas de Saturno.
Actuaciones poco afectadas, casi secas, mujeres que hasta actualmente serían hermosas y una suerte de taita en el cuerpo de Lautaro Murúa, el viejo Buenos Aires como locación, el blanco y negro jugado a pleno contraste y unos travellings poderosísimos aportan a la riqueza visual de esta película. Cuesta entrar en su ritmo (se notan los 40 años pasados respecto de su producción) pero una vez adentro los hechos fluyen en un particular extrañamiento, hasta un giro final que, al mismo tiempo, interpela e inquieta.
Cochazos. La cantidad y variedad estilística de las escenas automovilísticas es, a falta de mejor palabra, sobresaliente. De día, de noche, de tarde, con el ojo en el receptáculo, en la circulación del vehículo o en la presa de una persecución, las tomas se suceden con una calidad y una marca fotográfica localmente inusitadas.
Olga Zubarry es la pareja de Lautaro Murúa en el film. Juntos llevan adelante una historia de amor centrada en los silencios y los secretos. Juntos, pero separados, se relacionan con la trama central de la peli. Juntos son muy hot.
Distopía. Si bien se utiliza el término como oposición a “utopía”, creo que le cabe mucho más a la extraña operación que se hace en la peli sobre Buenos Aires. Todas las locaciones son reconocibles (la cancha de Boca, el puerto, las callejas empedradas) pero parecen cinco centímetros corridas respecto de su función y lugar. Pasa lo mismo con el mapa de Aquilea: claramente es representativo de Buenos Aires, pero no es para nada el mapa de Buenos Aires. Es como si se usara al Puente Colgante como locación de una antena para conectarse con los extraterrestres y eso, en una peli, fuese creíble. En el sentido más estricto del término, el film le otorga un nuevo aura a la ciudad.
Publicado en Pausa #62