La sequía se extiende en Somalía, Kenia, Yibuti, Eritrea, Etiopía –el Cuerno de África– y Uganda. En la región el 80% de la población vive de una economía campesina precaria y pequeña hasta lo doméstico. Van dos temporadas sin lluvias: todo el cereal está seco o no crece y el ganado es hueso o ya fue malvendido. Hace 60 años que no llueve tan poco. Entonces, en su dinámica automática y delirante, los precios de los escasos alimentos aumentaron. Justamente por faltar, el sorgo rojo subió un 180% en un año en Somalía, un 120% el maíz en Etiopía (de marzo a mayo) y un 85% en Kenya, de mayo de 2010 a mayo de 2011. Son sólo indicadores: todos los alimentos se fueron a las nubes en la región. El hambre tiene una definición cuya aplicación es excepcional. En los últimos cien años fue reconocido unas pocas veces: dos en la India, dos en China, dos en Etiopía en las últimas tres décadas, una en Corea del Norte. En Somalía hubo hambre en 1992. El 20 de julio pasado, otra vez en Somalía, fue reconocido nuevamente el hambre. Así lo hizo la ONU. El Secretario General Ban Ki-moon puso las cifras de la ayuda necesaria: 1.600 millones de dólares, 300 ya en los próximos dos meses. El monto representa apenas el 3,5% de los fondos de la Anses al 31 de agosto. Un insulto si se considera qué implica la “hambruna”, tal el nombre técnico que designa una realidad infernal: dos adultos o cuatro niños de cada 10 mil mueren por día; más del 30% de los niños tiene desnutrición aguda y la población en general no consume siquiera valores calóricos inferiores (2700 a 2100 kcal) a los de nuestra canasta básica alimentaria. Entre mayo y julio murieron 29 mil chicos menores de 5 años. Al momento del anuncio, según la FAO –la organización para la alimentación y la agricultura de la ONU–, 3,7 millones de somalíes, prácticamente la mitad de los habitantes, necesitaban de ayuda humanitaria de emergencia; 12 millones en todo el Cuerno de África. El Gobierno Federal Transicional del país controla la capital, Mogasdicio, mientras que un activo grupo armado integrista islámico, Al Shabaab, controla todo el sur del país. El resultado son los campos de refugiados en Kenia y Etiopía, a los que llegan los somalíes cruzando el desierto o exponiéndose a los riesgos de ir por los caminos, donde son depredados. A 100 kilómetros del límite sur, en Kenia, se yergue el viejo campo de Dadaab, fundado en 1991 y hoy el más grande del mundo, con 400 mil personas, más de cuatro veces su capacidad proyectada al momento de su apertura. Desde ACNUR –el organismo para refugiados de la ONU– claman por unas 24 mil carpas para alojar al constante flujo migratorio de cuerpos consumidos, que se agolpan sin trabajo, infraestructura ni ciudadanía política en un coto de 50 kilómetros cuadrados. Los puentes aéreos de ayuda externa recalan en Mogadiscio, Dolo (ciudad etíope en la frontera norte) y Wajir (Kenia). Mientras, al sur del país –donde más pega la hambruna–, recién volvieron a operar los organismos internacionales en el último mes, tras una retirada de año y medio debida a las persecuciones del grupo islámico: docenas de trabajadores humanitarios fueron asesinados, sobre todo a partir de 2008, cuando al grupo le cayó la denominación de “terrorista” por parte de Estados Unidos, que también lo vinculó con Al Qaeda. Sin embargo, por su propia presencia y penetración territorial, Al Shabaab es la única organización que puede hacer frente a la logística humanitaria en el sur, pese a las dificultades intrínsecas de su relación con organismos internacionales occidentales. En palabras a la BBC de Stefano Porretti, director del Programa Alimentario de Naciones Unidas, “Somalía es uno de los lugares del mundo más complicados para distribuir ayuda, más complicado que Afganistán”. Por su lado, la FAO apunta su crítica hacia la propia ONU: el programa para la región trazado en 2000 nunca se implementó, mientras que en un documento emitido en agosto solicitan encarecidamente 161 millones de dólares, ya que hasta ahora sólo se han confirmado apenas 57,3. El objetivo es simple: sostener los 613 agentes presentes en la región, dar de comer y proveer todo lo necesario para el trabajo rural y el autosustento. La red productiva de las zonas de cultivo está totalmente desmenuzada y destruida; el hambre es hoy y, también, mañana.
Frente al activismo islámico de Al Shabaab se encuentran las tropas del Gobierno Federal. Reciben entrenamiento de empresas privadas de seguridad financiadas a través de los gobiernos locales por el Departamento de Estado norteamericano. Esas empresas conocen mucho del asunto, hasta en sus recursos humanos: en la operación más grande, Bancroft Global Development tiene 40 curtidos ex soldados sudafricanos, franceses y escandinavos. Con antiguas y recientes batallas en la región y en otros países de África, verdaderos nómades del combate, se hacen llamar “mentores” por sus discípulos. La CIA también entrena comandos, que reciben armamento sofisticado de ataque y resguardo de identidad. Son la Agencia de Seguridad Nacional de Somalía, que también responde a Mogadiscio. Por supuesto, la inteligencia norteamericana instruye y participa en interrogatorios, un clásico truculento de la seguridad exterior yanqui y su preocupación por la didáctica. El Pentágono, además, autorizó la entrega de 45 millones de dólares para las tropas africanas en camiones, armaduras, anteojos para visión de noche y cuatro Drones. Los Drones son unos pequeños avioncitos a control remoto que transmiten video en vivo mientras vuelan y que son capaces de atacar desde el aire. Una joya de la inteligencia y el ataque sorpresa, que ya fue probada en Afganistán y que es apreciada como el arma más importante de la gestión Obama. Acaso los Drones puedan ser vistos por alguno de los frágiles 3 mil somalíes que cruzan cada día la frontera hacia los países vecinos.
Publicado en "Del Exterior", en Pausa #82 [hace justito un mes]