Los santafesinos y el Estado en la inundación 2003.
Una ducha muy breve, compartida entre muchos, si hay ducha. Si no, la mugre pegándose semanas, hasta que alguien más o menos conocido facilite la bañadera de su hogar, por un rato. Algunos todavía tienen encima el olor mezclado de río, aceites y basura, dulce y ácido a la vez. Un momento afuera del gimnasio, las aulas, el salón de actos, el galpón, la estación de tren. No llueve más, hay un sol de luz clara, volver a ir a la explanada de la universidad y leer listas con nombres. Alrededor, muchos deambulan con la mirada vacía. También en las avenidas. Solos, mojados, extraviados. Hay familias rotas, desperdigadas en varios puntos de la ciudad. Hay quienes tardan en aparecer, mucho. Muertos. Inodoros abarrotados e inmundos en minutos. Qué otra cosa puede pasar si hay uno por cada 50 personas, con suerte. Dormir con las luces prendidas, junto a 600 personas. Los murmullos del sueño quebrado se tornan un zumbido persistente, pequeño rugido de máquina eléctrica, motor de heladera con voz humana, los cuerpos girando sobre los colchones agolpados en el piso, los ojos cerrados buscando una zona sin resplandor. Vivir y dormir hacinado. Pasan las semanas, un viejo débil se acuesta en el colchón en el piso, dispuesto a no pegar un ojo. A la mañana lo dejan seguir durmiendo. Al mediodía se descubre que murió. Son las cinco de la tarde y llega la comida: una gran olla de aluminio con un potaje aceitoso, rojo brillante como pimentón barato. Se sirve un caldo de grasa en recipientes de plástico fino y flexible. El líquido se vuelca, algunas manos se queman. Los chicos no comen. No es la primera vez: es la regla. Los chicos están enfermos: hepatitis, diarreas, infecciones, sarpullidos. Se complica con los tienebajopeso. La basura se junta en toneles de plástico o chapa, se improvisan cestos en cajas de cartón, más de una vez se desfondan al moverlos, todos conviven a su lado. Vertederos de pañales, toallas con menstruación, kilos de yerba mojada, esparcidos, rebalsan dos o tres veces por día. Al fondo de la gran olla de líquido grasoso, un descubrimiento: el arroz para 600 raciones hundido, pegoteado en un masacote, en parte pastoso y en parte crudo, bajo los litros de lo que se creía mera sopa. Nadie soporta ver cómo esa comida tiene que ser desechada. Las ratas, hacinadas junto a los inundados, trasladan los restos a sus nuevas guaridas. Esas sobras están junto al montón de pollo podrido que no se repartió en la cena de madrugada del día anterior. No se acerca ni uno de los perros, también inundados, que yerran por la calle.
Qué rara cosa es un derecho humano. Parece simple: se supone que por ser humano uno tiene esas protecciones y libertades de por sí. Pero sirven más para medir y comparar las dignidades que para sancionar una (la de humano, en este caso). Esto se nota cuando se observa cómo se repiten y se mantienen en el tiempo las porciones de población que sí disponen de esos derechos y las que no. Aquellos que sí acceden al saneamiento, el alimento, la privacidad, el techo. Aquellos que no. Los que pueden reclamar como privada una propiedad, los que no. Algunos cuerpos son humanos. Alcanzan ese estatuto, esa dignidad, y tienen los medios –sociales, políticos, económicos– para sostenerlo, defenderlo, incluso heredarlo y legarlo. Otros, no. Y todos los días van detrás de ese estatuto: llegar a ser dignos de ser humanos.
Los derechos humanos están atados a la nación y al Estado: sólo pueden ser reconocidos cabalmente en la medida en que haya un Estado nacional que los tutele. Cuando cesa ese reconocimiento, aparece el refugiado. De allí el problema de huir del propio país, del asilo, del cobijo por parte de otro Estado y nación que no son aquellos en los que uno nació. Sin una ciudadanía puntual (la sanción de un cuerpo como propio por parte de un Estado nacional), ¿quién o qué da efectividad al derecho humano? Un cuerpo desplazado, fuera de la tutela de un Estado, ¿a qué pertenece? ¿A quién pertenece un refugiado, quién reconoce qué derechos para él?
¿Se puede ser un refugiado aun cuando se esté bajo la tutela del propio Estado? ¿Puede uno volverse un refugiado en su propio país? ¿Hay quienes continuamente son refugiados en su propio país?
Las situaciones de crisis revelan la distancia entre vivir de un lado de la vía y del otro (antiguamente, la vía del tren; más cerca, las avenidas norte/sur: Blas Parera y Freyre). El modo en que se reproduce esa diferencia expone, también, cómo es el provecho sistematizado de unos sobre otros. (Ese es el preciso reverso real del obsceno imaginario donde “los pobres viven de arriba” y “no quieren trabajar”). El enorme desplazamiento de población que implicó la inundación de 2003 reveló esas asimetrías –de clase– no sólo porque fundió en un mismo espacio territorial a las poblaciones que se mantienen divididas de modo tajante a uno y otro lado de la vía. (Es la seguridad). Reveló esas diferencias porque no dejó de reproducirlas.
El Ministerio de Salud de la Nación computó, al 6 de mayo, un pico de 475 centros de evacuados en Santa Fe, con 75 mil personas viviendo en ellos. Igual cantidad se había evacuado a casas de conocidos. En los centros estaban los que ni siquiera tenían un conocido con una casa que los cobije. Los dos lados absolutos de la vía. En los días anteriores, algunos de esos centros duraron un suspiro: estaban en zonas que se inundaron. Si el Salado entró por un tramo inconcluso de la defensa a la altura del Hipódromo, si no se consideraron los avisos en la prensa, en informes oficiales o académicos, sobre cómo venía el agua, si se negó oficialmente que el río llegaría al sudoeste y se dijo por radio que no era necesario evacuar, si no se dio medio alguno para la retirada, si no se confeccionó el registro metódico para que las familias no se rompan y pierdan, ¿por qué no se abrirían centros de evacuados inundables?
“Centros de evacuados”. En inglés, la denominación es más exacta, o no disimula lo que está en juego. Se los llama, así fue en la inundación en Nueva Orleáns, “campos de refugiados”. Campos para los no ciudadanos. Que aguanten como están, mucho se les está dando. Que agradezcan. Esto les pasa porque se fueron a vivir a una zona inundable. Ahora están mejor que antes. Que estén calmos, en un lugar de acumulación de cuerpos donde bajo la justificación del estado de necesidad no se sostiene la sobrevida de los derechos. En el nombre de defender la vida de los refugiados, se borra todo rasgo que cualifique la vida de esos cuerpos como vida humana. A esos que ahí están, el Estado no alcanza a reconocerlos como ciudadanos. Cuando estalla la crisis, ese apartamiento se evidencia por completo y en una sola vez. Y se extiende en el tiempo: llegaba diciembre y todavía había cientos de refugiados en las carpas de La Florida y La Tablada, en peores condiciones que al principio. Con cada lluvia se volvían a inundar, vez tras vez. Refugiado: una vida humana sin derecho humano. ¿Qué es ese cuerpo? Un inundado de La Florida lo explicó sencillo, como se reseña en El Litoral del 12 de noviembre de 2003: “no somos animales para que nos traten así”.
Esto era sabido antes de que se hiciera evidente. No hay otra razón para que en el espacio entre los refugiados y el Estado de ese entonces se interpusieran los cientos de personas a las que se llamó “voluntarios”. Estudiantes, docentes, creyentes de todas las iglesias, punteros comprometidos, deportistas unidos por sus clubes y disciplinas, agrupaciones políticas de todo pelaje, ONGs, sindicatos, la universidad, lancheros y piragüeros, los movileros, proletariado mediático que coordinaba salvatajes y pedidos de ayuda. Ocuparon el lugar de una ausencia, se plantaron para decir que era necesario un reconocimiento a los inundados como algo más que animales.
Como se había aprendido antes, durante y después del derrumbe de 2001, sabían por principio que el Estado no iba a estar ahí. Se trata de mucho más que de voluntarios, almas libres de la esfera privada dependientes de la propia conciencia moralmente solidaria, armonizados por quién sabe qué. Se trata de un conocimiento político, de decisiones políticas, de organización. Lo que salvó a los campos de refugiados de su hecatombe total fue la organización social, no un conjunto de voluntades sin mácula política, entregadas a un movimiento caritativo puro, ascético, sin conflicto, sin encuentro verdadero. Las rutinas, las discusiones, el ejercicio de quienes trabajaron meses en un campo de refugiados fueron inseparables de la puesta en disputa diaria de estos problemas y de ese Estado. Esa solidaridad no era nada sin la organización de los sindicatos armando las listas de extraviados y guareciendo personas, sin la UNL distribuyendo con criterio la masa de donaciones, sin los centros de estudiantes, las comisiones deportivas de los clubes, las cooperadoras escolares asumiendo a propia cuenta y cargo la atención a los inundados en escuelas, galpones o donde sea, por dar ejemplos.
En esa particular superposición de este y oeste hubo un gesto nuevo. Se abrió una oportunidad de discutir, de encontrarse y chocar, de hallar en la superficie las relaciones comunes que se deniegan. Derechos, dignidades, estatutos se construyeron en conjunto y con organización, en el medio del desastre y con los conflictos que ello lleva, durante los meses de vida en el campo de refugiados. Seguir pensando que allí hubo simples, transitorios pobres evacuados por un lado y solidarios ángeles por el otro, separados por un mostrador, es continuar la denegación.
En la historia de la inundación hay que cambiar algunas palabras, a no ser que sigamos queriendo ahondar la zanja a los costados de la vía que nos separa.