El cineasta serbio Emir Kusturica revolucionó, a su paso, la ciudad: proyección de películas, fiesta en la calle, su recital y la visita al mitológico bar Kusturica.
Por Foi de Moise’
A fines de 2011 llegó a la Comisión Directiva de Cine Club un dato que debíamos chequear sobre una posible visita de la pandilla serbia de Kusturica y la No Smoking Orchesta a Santa Fe. Después de indagar por todos los costados posibles, el 30 de marzo acudí con tres cinéfagos más a una reunión en la Secretaría de Cultura de la Municipalidad y ahí quedó formalizada la propuesta de concretar la Semana Kusturica. O sea, el tipo que nombra al bar en el que he (como muchos) pasado grandes momentos de mi vida social-porroneril-afectiva-cultural de la última década venía ¡a la ciudad que fundó Juan de Garay!
A partir de esa única certeza, el destino me situó como testigo presencial de momentos anecdóticos que se escucharán por largo tiempo. El martes 10 y el miércoles 11 fue el tiempo de precalentar el ojo y la memoria con la proyección de Gato Negro, Gato Blanco y Tiempo de Gitanos en el bar. Fueron 80 espectadores el primer día y unos cien a la segunda jornada. Sentados en sillas, en el piso y en el pasillo, abstrayéndose del ruido que venía del patio (lleno por partida doble).
Fiesta gitana
En menos de diez horas, organizamos una fiesta el jueves 12. A la mañana, avisaron que la Municipalidad había confirmado el permiso para cortar la calle de 22 a 24, frente al bar Kusturica. De ahí en más, empezó a sonar una fanfarria en mi cabeza, banda sonora tras banda sonora, repiqueteando y sin dejar de soplar. A media tarde en el cine América (con más de cien personas), como para merendar, fue el turno de Underground. En el medio de la película, ringtone literario: “¿podés venir a pinchar los barriles?” Mientras había muchos que, estimo, llevaban días corriendo, pintando, limpiando, decorando y sin dormir, a mí me llamaron para pinchar un barril y tirar lisos. ¿Quién puede negarse?
9 PM. Empecé a tirar lisos y el agua rica no paró de correr por la canilla de la chopera en la que estuve de turno. Mientras tanto: ¿kermés, jolgorio, jarana, parranda? Sonaban Los Cohibas, precalentaban Matungo Deicas y Camilo Hormaeche (los músicos respondieron al llamado de Marilín & Lucas, dueños del bar, y armaron un show cinco estrellas) y, por un camino paralelo, las más de mil personas en la calle se preguntaban si el agasajado iba a venir.
Aunque a esa altura poco importaba, partió una patrulla en busca del serbio más buscado de la ciudad. Fue como correr por una cinta de celuloide. Hay que ponerse en la piel de unos tipos que están de gira, llegan a un lugar por primera vez y los esperan más de mil personas en la calle. Fiesta con todas las letras, pero faltó el agasajado, al que, según nos dijeron los músicos de la No Smoking (que sí vinieron y saludaron a la gente con timidez), le dio pudor.
Amanezco y leo una publicación en un muro de facebut “¡¡¡Qué fiesta se perdió Kusturica!!!”. Un buen resumen de la situación.
Recital
Arrancó el primer tema y fue dar un salto, después quedé rebotando durante no sé cuánto tiempo porque desde ahí, y hasta que me acosté al otro día, dejé de tener noción del tiempo y el espacio. Para romper el hielo, después del primer tema, Kusturica aclaró que, si bien era un teatro, nos podíamos parar, saltar y bailar. Las notas entran por el tímpano y aceleran hacia el corazón y allá voy. Salto y me siento. Aplaudo hasta que mis manos arden, eso no me impide continuar y responder cual autómata cuando desde el escenario lo piden o cada vez que il cuore lo ordena, y a ese hay que hacerle caso.
La atmósfera formal que transmite el 1º de mayo sufrió una metamorfosis. Todos, sí todos, no sólo este enfermo que escribe, brincaron, exclamaron, danzaron. Un grupo de mujeres tuvo el privilegio de hacerlo arriba del escenario; antes también hubo varones, pero los bajaron rápido. Antes, el Ale (un amigo), quedó mano a mano con el micrófono, miró al techo y gritó “¡Vamos Colón!”. Luego le dio un abrazo a Dejan Sparavalo (el violinista y director de orquesta) y regresó a su platea.
Llegó el final y se terminó la música en vivo. Mientras sonaban las estrofas del himno de la URSS y se prendían las luces, comencé a observar guiños, sonrisas, cachetes colorados y en mi mochila todavía estaba “el regalito”. Quedaba un último deseo: obsequiarle una casaca sangre y luto firmada por el plantel sabalero al visitante ilustre (idea de Ariel Vivas, que sin el aporte del mundialista Ariel “Chino” Garcé no hubiese sido posible). Nos mandamos de caraduras (mi compañera nunca me deja a pie, nunca), explicamos el motivo de nuestra irrupción y el sueño se concretó. De esta forma, hoy podemos decir, porque tenemos pruebas irrefutables: ¡Kusturica es de Colón!
En la casa del señor
El viernes Kusturica sí fue a conocer su bar. Según el manager Christoph Friedel, “no existe otro lugar que lleve su nombre”. Los integrantes de la No Smoking Orchestra le hicieron pasillo de honor, mientras le señalaban el cartel y el lungo (sí, está largo el loco) hizo su entrada triunfal.
Mientras la gente lo aplaudía, él respondía de la misma manera. Antes de llegar al patio, se paró y observó la pared completa de carteles cinematográficos dedicada a su obra. La caravana, con el jefe a la cabeza, desfiló lentamente devolviendo saludos hasta que llegó a la esquina triangular del patio, ensombrecida por las plantas. Emir se sentó en la punta de una larga mesa, los músicos a los costados. Hasta las 5 AM, sin derrochar simpatía (¿está obligado?), no negó fotos ni saludos a nadie y filmó un spot promocional para Cine Club Santa Fe.
Primero se fue él (y se llevó una carta del bar) y pidió que le sacaran una foto con su celular abajo del cartel que lleva su apellido. Con la luz del sol partieron los músicos. Lucas desapareció. La rueda se achicó y nos quedamos hablando en ebrio con Christoph hasta las 7.30: de la producción del doc de Diegote, de los extraños tiempos de Emir, del blablá de Manu Chao y hasta de Trezeguet. Éramos cinco y Marilín, que tenía un porrón más para traer.
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La caminata
Por Lalo Liberatti
“En un rato vamos con Kustu a La Llave” decía un mensaje de texto cerca de la medianoche del viernes. Aún resentido por no conseguir entradas de las comprables, pensé: “que la chupe Kusturica, no soy cholulo, yo quería escucharlo tocar y no una foto”. A la media hora estaba en un taxi en bulevar directo a La Llave, repensando mis convicciones. A la altura de la Alianza Francesa ví a unos amigos caminando en la misma dirección, pero ellos venían de ver el show. Me bajé del taxi para enterarme cuánto me había perdido: no quería saber mucho, era obvio que el recital había sido una fiesta. Mientras buscaba una excusa para cambiar de tema, vimos unos tipos raros caminando hacia nosotros. “Ahí vienen” dije en broma, pero realmente ahí venían. En la esquina de Marcial Candioti y bulevar nos encontramos con el señor Emir Kusturica, su banda y su manager que, en un español un poco serbio y alcoholizado, pero muy claro, nos dijo “vamos a Kusturica, el bar Kusturica”.
Arrancamos a caminar, entonces, para el otro lado, todavía sin poder cerrar del todo la boca y relojeando cada cuatro o cinco metros si efectivamente el tipo que venía ahí atrás era el que tanto quería ver. No me hubiese animado a saludarlo, yo estaba muy conforme con compartir con ese tipo ese trayecto emblemático que he desandado con tan diversos personajes en los últimos años. Mi curiosidad estaba saciada sólo por pensar que entre los tantos limados con los que volví de La Llave por bulevar está Kusturica. Pero la suerte volvió a florecer. Una voz femenina gritó mi nombre: resultó que yo conocía a uno de los encantos autóctonos que caminaba junto a Emir; fui a saludar y volví sonriente. Veníamos callados, creo, yo pensaba en el gesto del tipo que 24 horas antes habíamos llegado a tratar de careta por no aparecer en la fiesta armada para recibirlo, pensaba también que veníamos caminando con quien considero un paradigma de las cosas que defiendo, junto a amigos que también las defienden y al encuentro de más amigos que viven defendiéndolas, pensaba en el Cine Club, me alegraba por el Cine Club y esta visita.
La caminata no tuvo nada de sobrenatural, ni gatos negros ni gatos blancos, ni burros llorando, ni osos croatas. Frenamos un par de veces para esperarlos porque había gente que quería sacarse fotos, bromeamos sobre la escasa posibilidad de que alguien lo reconozca en la multitud que esperaba ingresar a bolichear entre San Luis y Rivadavia, cruzamos la calle, y llegamos al bar Kusturica. No me pintó insistir por un lugar en la mesa, ni una foto, había mucha gente que lo iba a hacer por mi. Emir estaba en el patio de su bar, que es nuestro bar, nuestro patio, y no tardaría en enterarme de lo que pasara ahí. Así que me fui; mi compañera durante todo este viaje cumplía años y prefirió regalarle las primeras horas de su nuevo año a mi cholulismo, que ya estaba satisfecho.
Publicada en Pausa #92, miércoles 25 de abril de 2012