Montevideo latía en otro febrero de carnaval, el sol se hacía sentir en el verano rioplatense, Nacional y Peñarol ajustaban los últimos detalles para un nuevo torneo que estaba a punto de empezar, las calles estaban aliviadas de autos y peatones en esa pintura arquitectónica que es Ciudad Vieja, los turistas tiraban fotos ante todo lo viejo que para ellos es nuevo, los murgueros dormían unas horas para afrontar una nueva noche de tablados, los termos y los mates, jamás de vacaciones, siempre estaban presente en las manos charrúas, el puerto y su mercado se miraban como esos viejos amantes.
Por esas calles, donde Montevideo guarda sus mejores secretos, estaba uno de los hijos más queridos de la ciudad. El apasionado de la vida, el observador de mi continente, el mendigo del buen fútbol, el que sella en sus libros las voces del alma y de la calle. El enorme escritor latinoamericano gesticulaba ante la atenta mirada de una señorita muy delgada, estaba sentado ahí, pegadito a la ventana como las venas a la piel, terminando su jugo de naranja en el Café Brasilero. Calle Ituzaingó casi 25 de mayo, a una cuadra de la histórica plaza Constitución. No hubo cita previa, ni intuición que me llevase, sólo años de deseos de encontrarme alguna vez en la vida con el maestro Eduardo Galeano.
Ese 13 de febrero a las once de la mañana se me inmortalizó en el alma. Sin dudarlo, ingresé al café y me senté en la mesa de al lado, pedí algo para tomar y decidí esperar hasta que Eduardo (como lo llama el joven encargado del café) y una periodista sueca que vive en Brasil terminasen con la entrevista. “Creo que hasta acá está bien, ya tienes mucho para escribir”, esas palabras fueron el stop en el grabador que se percibía entre la copa de jugo de naranja exprimido y una jarrita de lágrima. Se levantó de la silla, caminó hacia el baño y a la vuelta estaba yo, esperando ese instante para cruzar dos palabras y, si había tiempo, para más.
Camisa azul oscura, cinto negro clásico, pantalón de jean azul gastado casi a tono con su color de ojos y un lento caminar. De allá atrás, a la izquierda de la barra, asomó la calvicie del escritor, se tomó unos segundos para hablar con el encargado del boliche –afectuoso abrazo de por medio– y avanzó hacia su mesa.
Con la ansiedad de quien sabe que es un momento privilegiado de la vida, a centímetros de esa mesa lo esperaba este admirador de su arte. Me presenté ante su amable mirada, le di un apretón de manos y le pregunté si estaría dispuesto a tener una breve conversación para una publicación argentina, “los periodistas me corren con sus entrevistas, siento que me andan tironeando de la camiseta como a un jugador de fútbol”, fueron las primeras palabras que escuché de su boca, y yo, con un irrespetuoso atrevimiento insistí en mi objetivo. Y contestó: “Si me dedicaría a hablar con los periodistas, no podría escribir”. De repente, escucho otras voces que se presentan: eran las de una pareja de Buenos Aires que sacaba fotos para una revista de turismo. En un abrir y cerrar de ojos, Galeano nos juntaba en un abrazo para una foto eterna.
Aunque no fue una entrevista ni nada que se le parezca, al mejor estilo Eduardo Galeano (creo que en ese momento dudé si era el original o un doble perfecto), las cuatro personas que lo rodeábamos estábamos atónitas ante su breve relato del lugar que pisábamos. “Este viejo café tuvo tres dueños y por acá pasaron los milicos en la dictadura. Cómplices con algunos civiles, lo desvalijaron”. Pausado como siempre y recreando un triste pasaje de la historia uruguaya, se tomó algunos minutos más para darnos una breve reseña del café: “Había muebles, cuadros y otras cositas preciosas del siglo XIX y principios del siglo anterior, los hijos de puta se robaron casi todo”. Lo dijo con el entrecejo fruncido, con tono de bronca y mixtura de tristeza. “Pero los que siempre venían al café lo recuperaron, empezaron a recordar dónde estaban ubicados los muebles, las mesas, cómo eran, de qué material estaban compuestos y así se fue recuperando, tal como sucedió con la antigua ciudad de Leningrado (actual San Petersburgo) cuando los nazis la bombardearon en la segunda guerra mundial. A través de la memoria colectiva del pueblo los rusos la pudieron reconstruir”. El maestro acababa de contarnos a los cuatro argentinos que lo envolvíamos una pequeña historia digna de ser plasmada en las memorias de Montevideo, cara a cara, como sólo él, con su seducción natural, la sabe narrar. En un rápido vuelo hacia el presente dejó su afecto y apoyo en los nuevos dueños, “estos chicos aman el café, lo respetan, se interesan por su historia y lo saben cuidar muy bien”.
Ante las miradas que pedían una más, sin que nadie le preguntase nada explicó que viene al Café Brasilero por “transfusión de sangre, es mi segunda casa”. Manuel Odella, el joven encargado, se ocupó de contarme una pequeña anécdota que pinta la relación del Café con Galeano de cuerpo entero: “El verano pasado cerramos el negocio por unos días para tomarnos vacaciones y nos olvidamos de avisarle a Eduardo; resulta que llegó hasta el Café y lo encontró cerrado, preguntó acá al lado qué había pasado, pero la explicación que le dieron mucho que digamos no le cerró. Al otro día dicen que volvió, se quedó esperando mucho tiempo acá enfrente, preguntó nuevamente si habían visto movimiento y volvió a sentarse en la esquina esperando la supuesta apertura. Cuando reabrimos el Café, por debajo de la puerta Eduardo nos había tirado una carta, y en ella decía que estaba muy preocupado, que contemos con él y que iba a hablar con el que sea necesario para reabrir el Café Brasilero”. Además de mostrarme viejas fotos del bar y proyectos que ya están en marcha, expresó con una enorme carga emocional: “Eduardo es un pilar fundamental para el Café, gracias a él tiene un poder cultural increíble y eso hace que nos visite gente de todos lados”.
Amable, cálido, como un abuelo siempre dispuesto a contarle una historia al nieto, así de simple como escribe cuestiones tan importantes es Eduardo Galeano. En síntesis, es como escribe.
Creo que habían pasado diez minutos, la pareja de la revista de turismo ya se había despedido del personaje más famoso del lugar y yo, sabiendo que esos minutos ya eran una nota, lo acompañé a salir, le pedí que se pare en la puerta para ilustrar estas líneas y en eso me dijo: “Montevideo está mucho mejor, ¿la recorriste?, la ciudad está mejorando”, y después de un suspiro abrió grande los ojos y dijo: “¡Cada sinvergüenza nos gobernó!”. Sin dudarlo le pregunté por el presidente uruguayo y él también, sin pestañar tiró: “Pepe dice lo que siente y eso le gusta a la gente, aunque a veces dice cada cosa (risas). Pero bueno, Pepe no es un político profesional, no se detiene a procesar todo para saber qué decir y no decir. Te aclaro que yo no soy politólogo, así que mucho más no me preguntes, sólo escribo lo que veo y pienso”.
A esa altura me sentía en confianza y me salía de la vaina por hablar de fútbol, pero en la última foto, ya con cara de apurado y remarcando con el pie derecho un baldosón que dice 1877 (año de fundación del café) en la puerta de entrada, señaló: “Mirá esto, los milicos del Café se robaron muchísimas cosas, pero por suerte esta reliquia no se la pudieron llevar”. Supuse que ya habían pasado los veinte minutos de un encuentro mágico. Me saludó en la vereda con un apretón de mano, en la otra sostenía un maletín negro, y se fue caminando pausadamente, como suele ver la vida, para el lado de la plaza Constitución.