Con plena conciencia burguesa –atajándome así de las críticas que deberían ser destinadas al capitalismo clasista de mercado y su lógica de consumo– confieso que amo las fiestas de fin de año… Y a la Nochebuena un poco más. ¿Por qué? Adivine. Van algunas pistas. No tiene que ver con alguna reminiscencia religiosa de mis años devotos. Tampoco con el placer de reencontrarme con la familia y con la satisfacción de andar saludando sonriente a un montón de gente, reiterándoles mis deseos de que cada vez les vaya mejor. Tal vez, pueda deberse a que me encanta comer y tomar lo que en navidades se come y toma, como si fuera el fin del mundo… A propósito, espero que los mayas estén equivocados, porque si no me quedo sin comer y tomar como a mí me gusta.
Tampoco me place el barullo. No hay que ser mago para que usted, mi querido lector (después de dos años, hasta casi que le agarré cariño), deduzca que no me gustan los cuetes ni las fiestas donde te masacran el bolsillo para aturdirte y amucharte.
Pero y entonces, ¿por qué me gustan tanto las navidades? Y bueno, más pistas no puedo dar. Claro, me gustan porque me gustan los regalos. Exacto. Por eso, el 24D junto con mi cumpleaños son los dos mejores días del año. Así es, soy un narciso consumista… y no me quiero curar. Amo que me hagan regalos, que me sorprendan y ser algo así como el epicentro de la atención: un regalo está destinado a uno, por lo tanto, uno en ese momento no sólo se siente, sino que es importante para alguien. No me da lo mismo que me regalen algo, o no, o que me regalen algo que me gusta, o no. Quienes la han pifiado con el presente en cuestión pueden dar fe de mi cara de decepción indisimulable al ver algo que no entiendo porqué debería tener entre mis manos ¿Cómo podés esperar que alguien esté contento si le regalás un par de medias o un slip? La única con el derecho a no ser reprochada es la abuela, y nadie más. ¿Un desodorante? Cruzo la calle y me lo compro en el mercadito. Igual, a esta altura del partido, con el pasar los treintaypirulos, la cosa con los regalos se va perdiendo; también, en consecuencia, el asunto de las fiestas. Mi hipótesis es que la cantidad de regalos recibidos para las fiestas es inversamente proporcional a la edad que se tiene, más la cantidad de niños que existan en la familia reunida en la mesa navideña. He llegado a la edad adulta: son más los regalos que hago que los que recibo y, para peor, estos últimos ni se acercan a ser los mejores de la noche, ya que ese privilegio le corresponde a los críos. De todos modos, sigo esperando ansioso que llegue Papá Noel para descubrir, maravillado, qué me trajo este año y si me porté bien o mal (esto último es por si un niño/a está leyendo esta columna, no sea ortiva).
Y así es como se va tiñendo la cosa para un lado que no es el rosa, precisamente. Pocos regalos y, encima, producto de la escasa imaginación de quienes los hacen. Por eso, y para no celebrar tan acarameladamente este fin de año, quiero dedicarle esta columna y mis deseos navideños a ese grupo selecto de personas poco imaginativas que odio hasta perder las ganas de brindar con Ananá Fizz sin alcohol. Despreciables seres con pachorra que no saben ni quieren hacer regalos. Sí, a ustedes que preguntan “¿qué querés que te regale?”, o “te doy la plata y comprate lo que quieras”, los detesto. ¿Acaso no saben que regalar implica todo un conocimiento de la otra persona? ¿No sedan cuenta que nos están diciendo que no nos conocen un carajo y que siquiera les importamos un poquito como para ponerse a pensar en qué podría llegar a gustarnos y sorprendernos? O sea, ¡¿qué parte de “regalar significa sorprender” no entendieron, malditos ególatras?! Encima, con esa actitud esconden la felicidad que les provoca el hecho de ahorrarse el tsunami humano de las zonas comerciales para estas fechas, ya que no se mueven de sus casas, mientras los demás padecemos los amontonamientos ansiosos e histéricos de dichas zonas.
Los odio, definitivamente los odio y les deseo de corazón que después de 12 el único regalo que reciban sea el de un corcho en el ojo y que terminen su Nochebuena en el dispensario más cercano, solos y con 25 puntos de sutura. Al resto le deseo que la pase tan bien como espero pasarla yo. ¡Jo, jo, jo!