La actualidad de Venezuela y las transformaciones en Latinoamérica.
Por Hugo Ramos (*)
“Un pueblo ignorante
es un instrumento ciego
de su propia destrucción”
Simón Bolívar
Aunque ya ha transcurrido algo más de una década, el año 2001 sigue despertando en los argentinos ecos angustiosos: saqueos, represión, muerte, derrumbe institucional. La imagen de un helicóptero transportando al hasta entonces presidente, Fernando De la Rúa, condensa no sólo un momento histórico específico, el principio del fin del “modelo” neoliberal, sino también el poder destituyente de las mayorías, hartas de su marginación, de la pobreza, del desempleo, del “no hay otro camino”.
Venezuela vivió su 2001 en 1989: el conocido “Caracazo”, una pueblada que encontró sus fundamentos en las consecuencias sociales de las políticas neoliberales aplicadas por el entonces presidente Carlos Andrés Pérez y sus predecesores. Con centenares de muertos por la represión estatal (de 300 a 3500) el “Caracazo” se convirtió en un hito fundante de la resistencia contra el neoliberalismo. A corto plazo, fue el puntapié para el derrumbe de un sistema político cerrado y excluyente, en manos de los partidos tradicionales Acción Democrática, COPEI y URD.
Éste fue el contexto de emergencia del liderazgo político de Hugo Chávez y es por eso que es importante mencionarlo. Pero cabe recordar que así como ciertos momentos facilitan que algunos hombres alcancen posiciones antes impensadas, también hombres excepcionales logran torcer lo que parece el curso inexorable de la historia. Chávez era uno de esos hombres. Sobre la estela de miseria legada por el neoliberalismo fue capaz de articular un movimiento social y político que lo situaría en la cima del poder gubernamental, base indispensable para poner en práctica un inédito proceso de cambios.
En el largo camino recorrido desde 1989 a 1999 se manifestaron además tres características del liderazgo chavista: su carácter democrático, su capacidad para vincularse personalmente con el pueblo venezolano (y posteriormente latinoamericano) y su afán transformador.
Plantear que Chávez creía intensamente en la democracia cuando el principal insulto que se le ha dirigido es que era un “dictador” merece una mayor explicación. Quizás cabría recordar que en sus catorce años de gobierno fue elegido y reelegido en cuatro oportunidades con porcentajes superiores al 55%, que enfrentó exitosamente cinco de seis referéndums (incluyendo un referéndum revocatorio de mandato) y que sufrió un golpe de Estado, frustrado por la movilización de cientos de miles de ciudadanos.
También que la Constitución “chavista” ha incorporado un nuevo poder, el poder ciudadano o popular, junto con novedosos mecanismos de democracia directa, que facilitan tanto la participación política como el control sobre los actos de los funcionarios públicos. Y por último, no por eso menos importante, que llevó adelante un gobierno que garantizó la inclusión de millones de venezolanos a la vida política vía la satisfacción de sus necesidades básicas: alimentación, salud, educación, vivienda. Así, el término “dictador” nos dice mucho menos de Chávez que de quien emite el insulto. En particular, nos sitúa frente al interrogante de cómo piensa la sociedad a quien así descalifica, pues de Chávez ya sabemos que quería el socialismo.
De su cercanía con el pueblo sobran las palabras. A su asombrosa oratoria Chávez sumó una capacidad muy escasa en la política actual: la de establecer intensos vínculos afectivos con sus seguidores. De ahí también la designación de “populista”, un término que en boca de opositores (y comunicadores) concentra “lo peor” de la acción política: demagogia, deshonestidad, manipulación. Esta manera de entender el populismo supone también la presencia de una “masa” dócil y obediente a las órdenes del líder; lo que nuevamente nos habla acerca de cómo entienden al pueblo muchos opositores (y comunicadores). Quien escribe, sin embargo, entiende al populismo como una forma de ejercer la política que en la larga historia latinoamericana ha sido particularmente útil para transformar en ciudadanos a amplios conjuntos de “habitantes” que, hasta entonces, estaban excluidos de todo derecho. Y por si hace falta aclararlo, aquí no se trata de un líder que manipula y de una masa manipulable, sino de actores que se construyen juntos en la lucha contra un sistema al que no se le movía un pelo por dejarlos afuera.
Primero los venezolanos y luego los latinoamericanos supieron reconocer a Hugo Chávez como un líder excepcional, a secas, sin adjetivos. Alguien dispuesto a enfrentar “al imperio”, entiéndase por éste a los EE.UU, al capitalismo y a su versión más feroz: el neoliberalismo. En distintos momentos Chávez interpeló y cuestionó cada una de estas nociones. Y es aquí donde su afán transformador se manifestó en su forma más pura.
En una de las entrevistas más conocidas que concedió (para el programa Presidentes de Latinoamérica emitido por Canal Encuentro en el año 2009) Chávez habló de cinco frentes de lucha para construir el socialismo del siglo XXI: el espiritual y moral (al estilo del “hombre nuevo” del Che Guevara); el territorial (la defensa de la patria); el económico (transferirle al pueblo poder económico); el político (la democracia participativa) y el social (igualdad de derechos para todos). Nos detendremos en el tercero.
Refundar las bases económicas de un país que siempre había vivido de la renta petrolera ha sido una de las tareas más arduas, todavía en marcha, que ha emprendido el chavismo. A nuestro criterio cuatro han sido las acciones principales: el fortalecimiento del Estado, vía su autonomización de las clases dirigentes venezolanas, la recuperación de empresas estratégicas (PVDSA en particular) y la asunción de nuevas funciones sociales; el impulso a la producción local, con énfasis en las cooperativas y en nuevas formas de asociacionismo; la integración regional, orientada a reducir la dependencia económica con los Estados Unidos y a fortalecer las capacidades productivas; la regulación del mercado, ya sea disciplinando a los actores económicos dominantes a nivel interno, ya sea impulsando formas alternativas de intercambio, con su correlato a nivel internacional (el ALBA y los acuerdos con Bolivia y Cuba). En su conjunto, nadie puede decir que el chavismo fracasó. Y no es necesario recitar una larga lista de estadísticas para probarlo: baste recordar quiénes y cuántos votaron por Chávez el año pasado.
Volvamos la mirada a Latinoamérica. A nadie debe asombrar que Evo Morales, Cristina Fernández, Dilma Russeff, Rafael Correa y el Pepe Mujica hayan viajado inmediatamente a Venezuela poco después de su muerte. Hoy no tendríamos Unasur, Celac y un nuevo Mercosur sin Chávez, como tampoco tendríamos a unos Estados Unidos relativamente resignados a la muerte del ALCA (y he aquí una de sus mayores fortalezas, junto con el enorme vacío que su ausencia provoca).
Cuando Chávez asumió el poder en 1999 estaba solo. Era el único presidente que proclamaba la necesidad de acabar con el neoliberalismo y sus nefastas consecuencias continentales. Fue necesario que otros países experimentaran en carne propia el fracaso de ese modelo para que su voz echara raíces en el resto del subcontinente: a Brasil (1999) le siguió Argentina (2001), Uruguay (2002), Bolivia (2003) y Ecuador (2005). No es casualidad que estos presidentes hayan sido precisamente los más cercanos a Chávez. Éste era el núcleo “duro” a partir del cual pensar un futuro mejor para nuestra región.
En este sentido, el afán transformador del chavismo superó los límites de la patria chica para pensarse en grande. Hoy Hugo Chávez ya no está. Quizás sea ésta la hora donde se
pruebe la solidez de los cambios de una larga década. Quien escribe se atreve a creer que su desaparición física no implicará un retroceso en ningún caso. Y quienes se atrevan a intentarlo, harían bien en aprender algunas enseñanzas de la historia. Parafraseando una frase muy escuchada en estos días: “hombres como Chávez no se mueren nunca”.