Por Walter Saavedra
Sentir el agua en los pies, haciendo cosquillas adentro de los zapatos.
Relatar por la radio el avance de la masa hídrica (¿cuándo habíamos empleado esa frase?) parado en una esquina, teléfono celular en mano como si fuera un micrófono mientras la madrugada se obstina en seguir siendo noche.
Sentir el agua en los tobillos, entrando por los zoquetes.
Vecinos como fantasmas moviéndose en las penumbras, cargando a sus hijos, las pupilas dilatadas tratando de adivinar el próximo paso, evacuándose... ¿Pero adónde?
Y ese rumor... Ese rumor siniestro del agua avanzando burbujeante, vomitando espuma, salpicando al reventar contra el cordón de las veredas, subiendo las veredas, entrando sigilosa por debajo de las puertas, violentando la ingenuidad de las bolsas de arena.
Sentir el agua en las rodillas y empezar a caminar con el paso grotesco de un robot.
Darse cuenta que hay que salir de ahí. Pero hacia dónde ir, si el agua llega sin lógica y ahora empieza a clarear y se advierte el drama en el rostro desencajado de la gente. La calle es un río único y a contramano, un río endemoniado, y ahí pasa un 147 anfibio, corcoveando sobre el oleaje y una silla de ruedas vacía hundiéndose en el remolino y un perro cabalgando sobre una puerta placa con ojos de espanto y una bicicleta con el manubrio girando enloquecido como un tíovivo y una muñeca flotando boca arriba con los ojos de vidrio abiertos pero pestañeando y su cabellera rubia de sirena coqueta despeinándose.
Sentir el agua en la cintura, fría y oscura y empezar a tiritar de pavura.
Y ver una canoa con una viejita abrazada al gato que parece tener los pelos en llamas y el nieto, supongo yo que es el nieto, remando desesperadamente hacia cualquier lugar. Y levantar la vista y ver sobre los techos a la gente aferrada con lo negro de las uñas a la vida.
El agua impiadosa baja desde el norte con un odio humano.
El intendente habla por radio. El intendente tiene los pies secos mientras la ciudad se va convirtiendo en una Atlántida.
Alguien grita un nombre. Nadie le responde. Sólo el murmullo del agua. Pasa la muerte sorprendida en calzoncillos. El espanto se multiplica como el pánico.
Ya amaneció. La ciudad es una tragedia en sí misma. Veo personas nadando con las brazadas obcecadas del Tiburón del Quillá, veo personas dejándose llevar por la correntada, veo las fotos del pasado sumergidas... Y lloro. Y mis lágrimas de impotencia se mezclan con las gotas de esta lluvia que no cesa. Alguien me abraza. Compartimos las lágrimas. Es un llanto anónimo.
Sobre un terraplén, un hombre inflado dentro de una campera roja mira con los ojos de asombro mientras jura que a él nadie le avisó.
Dicen que es el gobernador.
Publicado en Pausa #112