Por Licenciado Ramiro
Hace poco fui protagonista de una situación muy violenta de la que no voy a hablar en detalles para no terminar convirtiéndome en el vecino indignado ventrílocuo del enano fascista que todos llevamos adentro. Pero sí voy a decir que el hecho derivó en desenlaces hipotéticos que, entre otras cosas, podrían haber culminado en mi propia muerte.
Sí, yo muerto… Y ahí fue cuando me di cuenta de que aún no escribí mi testamento y que si me muero, ¡nadie sabe lo que hay que hacer conmigo después de muerto! Esto segundo es lo más importante. Por lo tanto, he decidido aprovechar esta columna para hacer público un instructivo de cómo proceder con mi cadáver los días siguientes a mi deceso… O sea, cuando yo sea un occiso (siempre quise usar esa palabra).
Para empezar, debo aclarar que tengo esperanzas de que este procedimiento tenga que esperar mucho tiempo para ser llevado a cabo. Dicho esto, paso a decir que es primordial, para que mi descanso eterno sea en paz, no tener velatorio. En caso de desobediencia indebida, acá van algunas imposiciones: primero, no voy a tolerar verme en una de esas empresas que lucran con el sentimiento de la gente. Es decir, verme en una sala de velatorios con un Cristo de neón sobre mi cuerpo, el cajón haciendo malabarismo arriba de dos fierros y los presentes tomándome café en la cara sin convidarme. Segundo, que tan cursi y lacrimógeno ritual sea en mi casa, y yo sentado en una silla del comedor, cruzado de piernas, una mano en posición de saludo (para retribuir el saludo a quienes vayan a despedirme), una sonrisa en la boca y los ojos abiertos mirando hacia la puerta de entrada. El detalle de los ojos abiertos tiene su explicación en el hecho de que quiero ver quiénes son los que vinieron a saludarme, mientras que la sonrisa es para recibir bien a los que esperaba asistan y para reírme de los falsos que no esperaba y que, seguramente, están sufriendo en tan incómoda situación.
Con respecto a la vestimenta, lo único que exijo es tener puesta la remera del equipo de fútbol del cual soy simpatizante, y con la que tantos buenos y malos momentos pasé; en definitiva, me acompañó casi la totalidad de mi vida. Si me muriera en verano, con una bermuda y ojotas es suficiente. Si es invierno, por favor, abríguenme con una bufanda: siempre me entra frío por el cogote.
Es fundamental tener el mate al lado mío: ¿quién no me va a aceptar un mate el día de mi velorio, siendo este el más obvio símbolo de amistad entre los argentinos? Pido disculpas anticipadas por mi falta de cordialidad, pero, por razones obvias, deberán cebarse ustedes mismos. ¡Ah! El que quiera dulce se trae su propio mate; el mío no se contamina.
También quiero música (no sé cuales serán mis gustos musicales a la hora de mi de desaparición física, pero desde ya que no pueden faltar Divididos, The Beatles, Red Hot Chili Peppers, el Disco de El Chavo del 8, algo de Sabina, el primer cassette de Loco Mía, el demo de Clericó con Cola –el que tiene los coros de Miguel “Conejito” Alejandro– y Alcides entre los intérpretes).
Desde el lugar donde perecí, si se prosiguió con mi voluntad de no tener velatorio, deseo ser trasladado directamente a cremación. Si tengo la mala suerte de morir a la noche, un fin de semana o un día feriado, que es cuando los hornos están cerrados, les pido perdón por haberles arruinado sus momentos libres de la semana. Pero bueno, los bienaventurados que estén con mi cuerpo en ese momento sabrán dónde tenerme hasta el momento de la cremación. Un consejo: manténganme a bajas temperaturas (una heladera, un freezer, etc.) para beneficio de ambas partes. Por lo que a mí me toca para no pudrirme muy rápido, y en lo que respecta a ustedes para no tener que soportar los malos olores que saldrán de mí.
Una vez convertido en cenizas y pequeñas partículas de tejido óseo, estos son los lugares que elegí para seguir, en cierta forma, observando el paso de los días: el club Jorge Newbery de la ciudad de Gálvez, la cancha de mi equipo de fútbol, Island VIP (allí di mi primer beso), la Facultad de Ciencias de la Educación (en Paraná), Gualeguaychú (pero fuera del corsódromo) y la ciudad de Lérida en España, que es donde viven mis familiares ibéricos y a quienes les debo mi uniceja. Una aclaración: cuando me lleven a España, explíquenles a los familiares quién soy porque sino no van a querer saber nada con tener un muerto en su casa.
Y ahora presten mucha atención. Es necesario que sobren un poco de cenizas y explico por qué. Todos los que hayan derramado una lágrima por mi muerte tendrán que ingerir un poco de mis restos sin importar la vía (oral, sanguínea, nasal o anal). La explicación de esto es sencilla: quiero que mis seres más cercanos me lleven, literalmente, bien dentro suyo. Para los que se nieguen a tal acto les quiero decir dos cosas: si se sintieron conmovidos por la noticia de mi fallecimiento, no veo el inconveniente en hacerlo, y más sabiendo que es mi última voluntad mortal; y si, luego de haber leído esto, siguen sin cumplir mi deseo, habré de colocarles una maldición sobre sus vidas, lo cual puede resultar nefasto para ustedes (ya se conocen mis virtudes “maldecidoras” infalibles): mala suerte para aquellos desobedientes durante el resto de sus vidas. Además no los voy a dejar tranquilos ni por las noches cuando duerman, ya que mi espíritu deambulará por sus hogares hasta que cumplan con este, mi primer deseo como muerto.
Por último, pero no por eso menos importante, no me olviden. Sin más, espero volver a verlos (a algunos, a otros no).
Publicado en Pausa #113, a la venta en los kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.