Por Adrián Brecha
Quienes hayan sido receptores pasivos de rayos catódicos en su infancia sabrán que una grabación luego de ser escuchada por un agente secreto se autodestruirá en cinco segundos y que si algún miembro del equipo es capturado el gobierno negará toda relación con el mismo.
Las series de espionaje americanas nos han enseñado que siempre detrás de un atentado hay un agente de la CIA. Con el paso del tiempo, hemos aprendido que los rusos eran una amenaza para la paz mundial, que luego fueron los chinos y que hoy todos los atentados conducen a señores de barba que por esas casualidades de la vida son islámicos y tienen algún parentesco con Bin Laden.
En nuestro imaginario un agente de la CIA se parece a un oficinista con ciertas habilidades en el manejo de armas de fuego (siempre con silenciador), manejo de idiomas por si debe caracterizar alguna misión en el exterior y amplio conocimiento en Windows e Internet. Este último requisito es más bien de los episodios de finales de los 90 post Matrix, con la aparición de un analista en sistemas encarnado generalmente por un asiático o un hindú, según quien sea el productor de la serie.
Es bien sabido que los agentes de la CIA siempre están dispuestos a mejorar la democracia mundial y, de ser necesario, derrocar al tirano a fuerza de bombas y avasallando todo derecho individual en pos del sufragio universal para todos y todas.
Muchas veces pienso que las series de Fox son un anticipo a modo de premonición de lo que puede suceder en un par de años y que muchos televidentes no terminan de discernir si Obama es un actor o no y cuándo los ataques son reales. Es simple cuando es un hecho real: apenas es posible ver luces en planos generales, como si fueran un viejo videojuego con mala resolución en una monitor pequeño de fósforo verde para PC hogareña.
El exceso de consumo de este tipo de series, en buena medida propagandísticas como lo fue el pato Donald en los 70, ha creado en el espectador el síndrome de Maxwell. Este síndrome manifiesta como principal síntoma la observación y hallazgo de teorías conspirativas como sustento de todo hecho, sin importar su magnitud. Sea este de índole doméstica o universal.
Por ejemplo, una persona que sufre de esta dolencia puede pensar que la demora en el cajero de un supermercado no se condice simplemente con el cambio de rollo de papel en el cual será impreso el gasto de su compra, sino que ha sido objeto de una demora por alguna investigación en curso. Difícilmente aceptaría que una telefónica le regale un artefacto, ya que ese celular gratuito puede ser objeto de escucha, y nunca convocaría a una marcha de protesta por una red social. Porque, como bien se sabe, Facebook es un invento de la CIA.
Como suele pasar con muchos ilícitos, el negocio anduvo mejor de lo esperado y del fin para el cual fue creado. Lo mismo sucede con muchos emprendimientos gastronómicos en nuestra capital, sobre todo cuando el agua sube y nos tapa. Bajo el síndrome de Maxwell no es posible realizar ninguna encuesta, una llamada promocional donde salude un candidato puede generar paranoia y la visita de dos señoras con una virgen puede causar estragos. En principio, por la extraña situación que genera en sí misma, y ni hablar de ingresar la figura de yeso que puede contener un micrófono inalámbrico.
La proliferación de construcciones de altura donde uno puede contemplar la vida de su vecino o vecina como si estuviera en una platea preferencial genera situaciones impensadas para las personas bajo la manifestación de Maxwell.
Sin embargo, algunas noticias les dan cierta satisfacción a los paranoicos. El diario británico The Guardian informó esta semana de que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) recogen todos los días registros de llamadas de millones de clientes de la operadoras de telefonía, en virtud de una orden judicial secreta.
Además, se conoció que también se recaban datos de los servidores de las grandes empresas estadounidenses de Internet, entre ellas Microsoft, Yahoo, Facebook, Skype o Apple, sobre comunicaciones en el extranjero. Son muy cautos ante esta situación digna de Batman, en donde Morgan interpretando a Lucius Fox puede escuchar a todo el mundo con su aparato infernal.
Sabiendo que se está cruzando la línea, se tranquiliza al publico informándonos que luego de eso se destruirá el escuchatutto y que luego habrán renuncias, de ser necesario. El presidente Obama, que durmió mucho tiempo al sol imitando a Lucius, dijo: “No se puede tener cien por cien privacidad y cien por cien seguridad”, y aseguró que se ha conseguido “el equilibrio adecuado” pese a las comparaciones con el Gran Hermano de los programas de espionaje revelados por la prensa esta semana.
Sabiendo que cualquier caracter impreso nunca puede ser borrado y que cualquier parecido con la realidad es apenas una mera coincidencia, lo único que les pido, estimados lectores, es que si en 15 días no aparece Adrián Brecha,
hagan algo…
Publicado en Pausa #115, junio de 2013.