Una semana de festejos con cine, recitales en vivo y un gran cierre.
Por Marcelo Przylucki
Minutos después de las 21.00, el pasillo era caminado por gente que ingresaba y por las pre-pizzas de refuerzo, nadie salía. El bulevar, ahí nomás, estaba todo bajo luces naranjas, con sus autos y bocinas y todos esos ruidos que desde el bar no se escuchan. Naranja también es el cartel de Kusturica, que caminando por 25 alcancé a ver varias cuadras antes de llegar. Casi todas las reservas estaban agotadas; cada mesa, como la 12, tiene un servilletero, tarjetitas para completar y participar de sorteos y una petisa vela blanca cuya luz parece una redonda gota de fuego. Cuando me acomodo para hacer algunas anotaciones y preparar mi cuestionario, una moza morena me pregunta si tengo reserva, le pregunto por los dueños y, grito mediante, me deja en evidencia: debo acercarme y comenzar la charla sin nada preparado. Lucas Arch y Marilín Pérez están acomodados tomando un liso, picando un platito de pickles en una mesa para dos que está escondida en un rincón poco evidente, levantan la mirada, me saludan, me siento.
El 19 de junio de 2003, luego de un considerable tiempo de vaivenes e incertidumbres a chorro del destino del otro bar que manejaban (nada menos que La Llave), Lucas y Marilín pudieron abrir el bar –temático- de cine que ya no podía contenerse más en su lista de anhelos. Su participación en el Cine Club, su afición por directores clásicos y contemporáneos (por caso, Fellini, Bergman, Woody Allen y el propio Kusturica) demandaba también, como requisito de adaptación, el suprimir la posibilidad del baile: mesas y sillas, solamente. Y con total convicción, esperaban a que la gente del palo se cope y vaya. Y así fue, de modo que de miércoles a domingo trabajaban con tal intensidad, que tuvieron que agregar un día y el “bar sin café” -como lo llama Lucas– abre desde los martes. Un ciclo de ferias que se sostuvo cuatro temporadas, proyecciones y música en vivo, son las que encontraban su lugar en calle 25 de mayo 3552 y sólo allí, antes de que los demás bares se animaran a abrir sus espacios a otro tipo de actividades más allá de tirar un liso y pasar un disco de Sumo. Y con paciencia se fue acomodando el lugar, el lugar ambientado con los afiches de cine (“no hay ninguno al azar, todos están porque los elegimos”, se jacta Marilín) y manteniendo la concurrencia de la gente a la que le agradaba anexarse a la mística del espacio.
Hace poco más de un año, recordemos, el propio Emir Kusturica asistió al lugar que lleva su apellido. Agitando contactos, recorriendo hoteles con gente que sepa hablar inglés (el serbio estaría un poco más áspero) y con todos los artilugios posibles, se logró atraer al director y músico a que conociera el lugar (el único, aseguran desde su círculo íntimo) que se nombra igual que él, en homenaje a él. También fueron sus músicos (el agasajado vino a Santa Fe a presentarse con su banda, la No Smoking Orchestra), personajes que liquidaban una cerveza en lo que dura caminar el pasillo hasta el patio. Sin dificultades remarcables y con una onda sostenida se llegó a cumplir la primera década, con el tiempo de festejo correspondiente y que, obviamente, no cabría en una sola fecha: entonces se pensó en la Semana Kusturica. Seis noches (las seis que el bar abre normalmente) de aniversario en que se programarían actividades propias de estos tipos de celebraciones: promociones, sorteos, conciertos… pero también algo especial, pues de parte del director de Underground, llegó un paquete especial con un material fílmico de circulación bastante exclusiva: Tiempo de gitanos, Ópera punk. El material se proyectó el martes (programado para las 19 de ese día, el envío con el film llegó a las 18.00 vía Salif Keita, un cantante pop africano albino –esto es cierto- que se presentó en Buenos Aires esa misma semana) y el sábado. El jueves, como evento destacable, se pasaron cortos de Georges Méliès, musicalizados por el piano de Aparicio Alfaro.
La charla termina y me acomodo en una mesa vecina a la espera del último show de la semana, el del domingo. Serpientes de papel crepé multicolor atraviesan el espacio aéreo del interior del bar, pequeñas lámparas de pared irradian una tibia luz entre avisos de películas de Bertolucci y Tarantino, Spinetta combina con el ambiente en el que está sonando. El broche de las celebraciones se anunció para las 21.00, se retrasó 59 minutos. Pisando las diez de la noche un muchacho barbudo alzó la Telecaster, cuyo clavijero reposaba en la pared, se sentó bajo uno de los focos de colores que estaban colgados allí y, custodiado por los afiches de las películas, soltó el primer acople (y el único) y el primer Mi mayor.
Recorriendo un repertorio rocker, juguetón además, entre blues y algún destello country, José Giuranacci tocó instrumentales, Bob Dylan, temas propios y hasta algo de Soda Stereo. Poco antes de completar la hora de actuación, Giuranacci hizo un bis, refrigerio y vuelta, esta vez con Mercedes “Mechi” Femenia, que meneaba el cuello en cada introducción, como tomando envión de aire para la fuerza de su cruda voz, que alcanzó el clímax durante la interpretación de “U don’t love me/Stepping razor” (The Kills), el último de la velada, y de la Semana Kusturica.
Publicado en Pausa #116, a la venta en los kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.