Por Fernando Callero
En enero de 1990 llegué con mi familia a Santa Fe en un camión de mudanza. Toda mi casa de Concordia trasplantada a una ciudad que sólo conocía de pasada. Pero en esas pasadas me habían sucedido dos cosas cruciales: cuando tenía 16 años, en una visita a un amigo artesano, tras una noche de excesos en un departamento de un “gay” estudiante de derecho, una “hippie” mayor que yo me regaló un polvazo que me dejó seco; en otra ocasión me fugué con un amigo al noroeste y al mes de andar como bola sin manija por la Puna, vendiendo artesanías truchas en los trenes, nos quedamos varados en Santa Fe.
Con la mugre y las porras que traíamos, nadie nos quería cruzar el túnel. Dormimos una noche en la plaza Pueyrredón, y al otro día pedí un teléfono en la 3ra para llamar a mi viejo. Juan Carlos nos vino a buscar, con su peor cara de culo pero por suerte acompañado por un amigo que lo distrajo con charla todo el camino de vuelta.
Pero en enero de 1990 conocí el infierno a pleno, caminé mil veces ida y vuelta, trazando un canal en el cemento chirle de la siesta, la calle San Martín, sin ningún tipo de pretensión saereana, sino para distraer el calor con el vientito de la marcha. Y aquí es donde entra el agua, el asunto de esta nota. La canilla de la placita frente al Teatro donde nos mojábamos la cabeza y tomábamos del pico hasta hartarnos, esa agua dulce y finamente clorada de la red de la Dipos, empresa que por entonces prestaba el servicio de agua potable.
Después de varios nuevos amigos santafesinos apareció Martín, el primer santotomesino que ingresó a mi experiencia directa. Me gustaría extenderme en sus rasgos particulares, un ser muy bello y me atrevo a decir, la persona mejor vestida que tuve cerca (ampliaré en la próxima columna). Martín me llevó una siesta a su casa, en una L, a buscar un porro. Cuando el colectivo bajó del puente carretero, por cómo me picaba la imagen del Salado y las islas, supe que mi conciencia había registrado algo duradero, es decir, algo que iba a durar.
Publicada en Pausa #121, miércoles 11 de septiembre de 2013
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