Por Fernando Callero
[Capítulo anterior: El Vado]
El calor era durísimo, estábamos en noviembre de 1992. El
pekinés de la madre de mi amigo ladró como una castañuela mientras nos babeaba
los tobillos. La penumbra fresca del garage, el olor todavía caliente del R9
del padre, obrero de la EPE,
que largó un grito desde la cueva donde hacía la siesta.
pekinés de la madre de mi amigo ladró como una castañuela mientras nos babeaba
los tobillos. La penumbra fresca del garage, el olor todavía caliente del R9
del padre, obrero de la EPE,
que largó un grito desde la cueva donde hacía la siesta.
—Che, ¡dejen de hacer ruido!
Pasamos a la cocina, el motor de la heladera zumbaba como un
abejorro atrapado en una tela de araña. Entonces Martín sacó de la heladera una
botella de agua empañada y sirvió en dos vasos. Me lo tomé la mitad de un solo
trago y ahí experimenté el sabor de la red del Salado, un agua gruesa, seca,
con regusto ácido, como agua sucia usada para lavar la vajilla en la que se
comió fideos con aceite. Un asco. Obviamente no dije nada, igual la sed había
pasado. Volvimos a Santa Fe a divertirnos.
abejorro atrapado en una tela de araña. Entonces Martín sacó de la heladera una
botella de agua empañada y sirvió en dos vasos. Me lo tomé la mitad de un solo
trago y ahí experimenté el sabor de la red del Salado, un agua gruesa, seca,
con regusto ácido, como agua sucia usada para lavar la vajilla en la que se
comió fideos con aceite. Un asco. Obviamente no dije nada, igual la sed había
pasado. Volvimos a Santa Fe a divertirnos.
Martín usaba chupines negros, plataformas de cuero con
tachas, camiseta blanca de interlock con manchas negras, de vaca, pintadas a
mano, y un chaleco de jean negro con un parche de cuero natural de vaca
aplicado en la espalda. El pelo castaño, lacio, largo, con las patillas
rasuradas hasta bien arriba. Un loco hermoso, robusto, buenísimo. El nuevo
amigo que me inició en el agua salada.
tachas, camiseta blanca de interlock con manchas negras, de vaca, pintadas a
mano, y un chaleco de jean negro con un parche de cuero natural de vaca
aplicado en la espalda. El pelo castaño, lacio, largo, con las patillas
rasuradas hasta bien arriba. Un loco hermoso, robusto, buenísimo. El nuevo
amigo que me inició en el agua salada.
Dos años después, mis padres se separaron y mi viejo se
alquiló un departamento en Santo Tomé, donde los alquileres eran más baratos.
Empecé a acostumbrarme a esa agua incómoda que pone el mate verde flúo en pocas
cebadas. Me sumergí en el río Salado, en la playita municipal, donde el sabor
de la red volvió a darme arcadas con sus aditivos de limo pesado, calcáreo. Y
al poco tiempo empecé a escuchar, a prestar atención a lo que enseguida
comprendí que era un lugar común en Santoto entre la clase media, pelagatos:
“Nosotros tomamos agua de Santa Fe”, “Mi cuñado me trae bidones de agua de
Santa Fe”, “Qué rico mate, ¿es con agua de Santa Fe?”. Una nueva frontera se
instalaba ahora en mi cabeza dividida. “Agua dulce, agua salada” como cantaba
el pijo de Julio Iglesias.
alquiló un departamento en Santo Tomé, donde los alquileres eran más baratos.
Empecé a acostumbrarme a esa agua incómoda que pone el mate verde flúo en pocas
cebadas. Me sumergí en el río Salado, en la playita municipal, donde el sabor
de la red volvió a darme arcadas con sus aditivos de limo pesado, calcáreo. Y
al poco tiempo empecé a escuchar, a prestar atención a lo que enseguida
comprendí que era un lugar común en Santoto entre la clase media, pelagatos:
“Nosotros tomamos agua de Santa Fe”, “Mi cuñado me trae bidones de agua de
Santa Fe”, “Qué rico mate, ¿es con agua de Santa Fe?”. Una nueva frontera se
instalaba ahora en mi cabeza dividida. “Agua dulce, agua salada” como cantaba
el pijo de Julio Iglesias.
Publicada en Pausa #122, miércoles 25 de septiembre de 2013
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