Por Federico Coutaz
Con esa frase fui recibido. Un amigo se hizo parroquiano de un club de bochas. Lo acompañé una noche, y me sorprendió la forma en que se desenvolvía ahí, como vitalicio. Volví a ir solo, para retomar la charla con Sebastián, el encargado. Luego de dos horas y algunas cervezas yo también era reconocido como uno más.
Los clubes sociales, de barrio, de bochas, proliferaron entre el 20 y el 50. En la ciudad quedan veinte que resisten el paso del tiempo y todos sus cambios. Transcribo mis impresiones de las dos visitas y las respuestas a algunas de mis curiosidades.
Antro de borrachos: Falso. Si bien parecería que ninguno es abstemio, no todos beben en exceso. Vale aclarar que el club se divide entre las bochas y el bufet; ambos espacios suelen ser compartidos por los concurrentes. “Van de la mano, pero no son lo mismo”, de alguna forma, cada quien pertenece a uno u otro ámbito.
Misoginia: Verdadero. Había una dama presente esa noche. Sebastián me explicó que hay mujeres que juegan a las bochas y que a veces alguno de los del bufet va acompañado por su esposa, pero que los clubes vienen del tiempo en que las mujeres de bien vivían encerradas, por lo tanto, si alguna está ahí, lo hace, digamos, en carácter de visitante.
Comunidad: Verdadero. Sin lecturas de Deleuze, Gramsci ni Negri, y lejos de toda vocación revolucionaria, en el club se establecen relaciones no capitalistas. Se paga una módica cuota anual, los precios no parecen perseguir el lucro, no se juega por dinero. A su vez, emociones, problemas y recursos tienden a socializarse de manera creciente conforme avanza la noche.
Viejos vinagres: Más o menos. El ambiente tiene algo de museo y algo de geriátrico, el paso de la reserva y distancia inicial a la confraternidad se parece a la emoción de recibir interés de alguien, de cambiar en algo la rutina. Pero también hay gente joven y de edad intermedia.
Cuando la conversación languidece, alguien propone un ejercicio de memoria: ¿Te acordás del Cabezón?, ¿Cómo era el apellido? Todos parecen esforzarse y cada uno que llega participa. Sebastián trata de explicarme algo con la mirada. Me voy de manera abrupta, con una sensación extraña, como una revelación de algo atroz que no logro simbolizar. Después se me ocurren algunas cosas y entiendo y acato la frase de bienvenida. Callo.
Publicada en Pausa #123, miércoles 9 de octubre de 2013
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