Por Fernando Callero
[Capítulo anterior: Sarro]
La primera vez que vi un vaso correr boca abajo por la
mesada me pegué flor de susto. Mi vieja me explicó que el aire que le quedaba
dentro empujaba por salir y que el agua que se escurría hacia la boca hacía las
veces de patín. De allí el efecto de propulsión. Me acuerdo de ese miedo
metafísico que me dio, como un miedo raro, parecido al que dan el amor o las
canciones cuando recién uno los empieza a sintonizar. Esa siesta en lo de mi
viejo me volvió a pasar lo mismo, sólo que sobre una mesada diminuta que dejó
al vaso sin piso a los pocos centímetros de empezar a resbalar. Mi viejo es uno
de esos tipos que piensan que todo accidente tiene un responsable, por más que
el evento se exprese en un verbo impersonal. Para él no existe el “se cayó” o
el “se rompió”, y cuando a uno le toca consumir lo último que queda de algo,
ese acto se llama “te lo terminaste”, por más que a uno le haya tocado arbitrariamente
ese resto en la lotería rusa de la vida gregaria. Bueno. Mi viejo puteó, junté
los vidrios y los dejé sobre el tapial mientras buscaba un diario para envolver
las astillas. Cuando volví con el papel, los vidrios se habían secado rápido,
al sol, y en los pedazos se había depositado una película blanca, como de cal. Juan
Carlos, que tiene un ojo de lince, dijo: toda esa porquería se te queda pegada
adentro. Voy a empezar a traer agua de Santa Fe. Yo le propuse cargarle bidones
en casa y que él los buscase en sus visitas. Es decir, entramos en la rosca
híbrida del consumo local del agua. Salada para la ducha y el lavado; de Santa
Fe para el mate y la botella de la heladera. Ese problema me daba una chance
para poder ayudarlo en algo.
mesada me pegué flor de susto. Mi vieja me explicó que el aire que le quedaba
dentro empujaba por salir y que el agua que se escurría hacia la boca hacía las
veces de patín. De allí el efecto de propulsión. Me acuerdo de ese miedo
metafísico que me dio, como un miedo raro, parecido al que dan el amor o las
canciones cuando recién uno los empieza a sintonizar. Esa siesta en lo de mi
viejo me volvió a pasar lo mismo, sólo que sobre una mesada diminuta que dejó
al vaso sin piso a los pocos centímetros de empezar a resbalar. Mi viejo es uno
de esos tipos que piensan que todo accidente tiene un responsable, por más que
el evento se exprese en un verbo impersonal. Para él no existe el “se cayó” o
el “se rompió”, y cuando a uno le toca consumir lo último que queda de algo,
ese acto se llama “te lo terminaste”, por más que a uno le haya tocado arbitrariamente
ese resto en la lotería rusa de la vida gregaria. Bueno. Mi viejo puteó, junté
los vidrios y los dejé sobre el tapial mientras buscaba un diario para envolver
las astillas. Cuando volví con el papel, los vidrios se habían secado rápido,
al sol, y en los pedazos se había depositado una película blanca, como de cal. Juan
Carlos, que tiene un ojo de lince, dijo: toda esa porquería se te queda pegada
adentro. Voy a empezar a traer agua de Santa Fe. Yo le propuse cargarle bidones
en casa y que él los buscase en sus visitas. Es decir, entramos en la rosca
híbrida del consumo local del agua. Salada para la ducha y el lavado; de Santa
Fe para el mate y la botella de la heladera. Ese problema me daba una chance
para poder ayudarlo en algo.
Fronteras. Espacios discriminados por intereses, conciencia,
lenguaje y política que no obstante promueven la traducción y el ejercicio del
sentido. Eso recuerdo de la semiótica de Tartu. La confrontación de dos lenguas
tiende a generar dispositivos, interfaces –nerviosas y otras más artificiales–
que aceleran, conforme nos acercamos a su radio más íntimo, textos mestizos. La
muerte es el único final que conocemos. O mejor dicho, se nos da experimentar.
lenguaje y política que no obstante promueven la traducción y el ejercicio del
sentido. Eso recuerdo de la semiótica de Tartu. La confrontación de dos lenguas
tiende a generar dispositivos, interfaces –nerviosas y otras más artificiales–
que aceleran, conforme nos acercamos a su radio más íntimo, textos mestizos. La
muerte es el único final que conocemos. O mejor dicho, se nos da experimentar.
El agua y su gobierno. El planeta azul. La imaginación
pregnante del mar. Los libros como viejos artefactos marineros, como los faros
y las islas. Quién puede precisar los límites del signo desde Hjelmslev. El amasijo
de ética, estética y verdad de toda conquista humana. La proyección a Marte contempla
el hecho de que si lográramos hidratar y forestar el planeta rojo en unos
cientos de años seríamos testigos no sólo de un nuevo mundo para expandir la raza,
sino también de una segunda esfera azul en el Sistema Solar.
pregnante del mar. Los libros como viejos artefactos marineros, como los faros
y las islas. Quién puede precisar los límites del signo desde Hjelmslev. El amasijo
de ética, estética y verdad de toda conquista humana. La proyección a Marte contempla
el hecho de que si lográramos hidratar y forestar el planeta rojo en unos
cientos de años seríamos testigos no sólo de un nuevo mundo para expandir la raza,
sino también de una segunda esfera azul en el Sistema Solar.
Publicada en Pausa #124, miércoles 23 de octubre de 2013
Disponible en estos kioscos