Por Fernando Callero
[Capítulo anterior: Tranquilo]
Marrón. El río es marrón. El celeste es el reflejo del cielo. Lara me escucha, entorna sus ojitos negros de lenteja, agarra el lápiz celeste y pinta el río.
¿De qué color es el río?
Las cosas refractan la luz y esa luz adquiere un valor en cierta circuitería descriptiva (diría el poeta Pontoni). Es que la vida del hombre está mediatizada por signos, y esos signos pasan a ocupar el lugar de las cosas. A cada ilusión discriminada, una comunidad parlante le pone la brida de un nombre. Los colores. La literatura, es decir, los enunciados estéticos más pregnantes (algunos preferirán “mitología”) opera como una gramática de uso para esos signos que ya aportaron lo suyo para la realización (el hecho de dar realidad). Así, un río pintado de azul adquiere entidad y verdad. El código de la cultura universal lo respalda, que es por donde la educación suele comenzar, los universales. Es decir, las ideas.
Un niño es un recipiente de ideas antes que de hechos. ¿Quién podría afirmar cómo se dan verdaderamente sus intuiciones sensibles?
Los niños son seres cuyas impresiones sensibles permanecen censuradas por el filtro de la cultura, un filtro acústico, intolerante; después de todo, qué pueden decir ellos de un estado de la materia, qué podrían predicar de un fenómeno óptico o metafísico. La infancia es la tierra yerma original, no la devastada por exceso de civilización. La infancia funciona como un recreo de la insoportable responsabilidad del ser. Ahí la ley no entra, porque el saber todavía es un horizonte impreciso en el desierto plano de la inocencia.
La realidad es una forma. Sólo es posible en la forma. Si yo digo: “caballo” no digo nada, porque decir presupone un predicado. No hay realidad en una palabra aislada, de ahí que sea tan difícil responder a una consigna aparentemente tan simple como: “Decime una palabra”. Porque uno no suele decir palabras, sino predicados. El río es marrón. No celeste.
El análisis es una operación que se aprende, a un alto costo, el de la desilusión. El cielo es una acumulación de gases en capas discontinuas, no una cúpula azul donde las nubes y las estrellas campean. La tierra es una roca enfriada que gira ciega e inocente en una elipsis de fuerza, no un jardín dispuesto para el goce del hombre.
El río, Lara, es marrón, porque yo estoy desilusionado. ¿Cómo explicarte esto?
Publicada en Pausa #128, miércoles 18 de diciembre de 2013
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