Sobre el paro de la policía y los saqueos
El orden social existe sobre nuestras negaciones, que generan la opaca imagen de la vida habitable. Desgarradas las negaciones, una vez que brota todo lo que subyace –pero que se expresa de forma diaria, continua, atroz y de a gotitas– nos encontramos con el horror de la transparencia. La transparencia de nuestro orden social es evidente: sin cerco policial somos esto. Esto que se ve, diáfano, todo tan diáfano. Expuesto como ese día, cuando atolondrado abriste una puerta y viste que tu mamá gustaba de coger bien duro.
Toda nuestra rutinaria vida normal es ahora transparente. Estás mirando a mamá tres minutos después de dar el portazo. Levantada la opaca persiana de la represión, de la amenaza cotidiana de la gorra sobre la gorrita, no emerge un escenario nuevo. Todo lo contrario: emerge el escenario real que se va negando todos los días, a pura patrulla, a pura pieza cerrada con llave.
Eso significa la puesta en suspensión de la fuerza azul, en nuestra democracia.
Un hecho estadístico: en nuestra ciudad, Santa Fe, es mayor la cantidad de saqueos hoy que en 2001. ¿Qué nos están demostrando los saqueadores? No su hambre, sino su absoluta desigualdad, fraguada en demasiadas generaciones de abandono. Indican todo aquello que les pasa por delante, mientras el tiempo, la vida, se les pasa, estaqueados para siempre en barrios donde hiede ácido: el ácido de la mierda de gallina, el ácido del jugo de la basura, el ácido del agua desbordada del zanjón. Los objetos del parnaso, al otro lado de la avenida, se presentan sin muralla de contención. Los harrys van al cielo a por sus zapatillas, sus LCD, sus vinos caros. Van, los harrys, a la vidriera de lo que nunca les va a pertenecer y siempre se les exhibe. O sea, van por aquello que los atormenta. Son criminales. No hay ambigüedad en esto: lo son, lo serían también si se llevaran la carne y la leche. Falta una precisión, nomás. Son nuestros criminales. Los que nos hemos dado.
Basta de usar la palabra lumpen. Nuestro mundo simbólico actual disuelve completamente la idea de que haya un sector social fuera de todo orden, caído de toda relación, separado de cualquier forma de conciencia. Sólo puede estar abandonado aquello que tenemos dentro del orden social. Son los criminales que nos hemos dado. Las gorritas arriba de motos a 5000 pesos en cuotas, motos del modelo nacional y popular, saben lo que expresan: arrebatan violentamente aquello a lo que jamás van a llegar –no solo el aceite y el arroz– que es lo mismo que aquello que constantemente deseamos todos. La economía política macro no es práctica política micro de las zonas de abandono: comen todos los días, van a la escuela y sus padres cobran la asignación. ¿Alcanza eso para tabicar la frustración diaria de sus deseos de negros de alma? No. Justamente. Ahora las cosas son transparentes: es para regular esa frustración que existe la policía. Mirá cheto puto, mirá como me hice alta llanta. Mirala, puto, por Facebook.
Abandono no significa indiferencia: lo abandonado está expuesto a la mirada, pero como lo inerte o, peor, abyecto. Está incorporado en su exclusión. Sin embargo, esa distancia, esa excepcionalidad, es el espacio que otras organizaciones ocupan. Si al hambre neoconservador le correspondía la gobernabilidad de una precaria, pero creativa, micropolítica de partido y de organizaciones sociales, colchón mínimo para nadar entre los ataques de las policías armadas, al abandono postfordista le corresponde Mente de Pollo, la Banda del Pasillo, la policía haciendo trabajo de frontera urbana, los encadenamientos de amenazas y corchazos, el mapa de homicidios que en Santa Fe se pinta en sus dobles puntos –procedencia de víctima y victimario– hacia el Oeste. Un orden con fierros es un gobierno. La fuente de ingresos presupuestarios, su comercio exterior y su vida interna, se nutre de consumos sustentables: sexo y adicciones.
Porque la regulación es fina, se hace cuerpo a cuerpo. Esa regulación es promiscua y, también, asimétrica. Gorras y gorritas caminan por los mismos lugares. Gorras y gorritas son vecinos y amantes. Amantes con el narco, con el que revienta casas, con el que vende y revende y maquilla los fierros, con el que levanta coches, con el que se lleva vecinitas para el placer esclavo. ¿Hay novedad en esto? ¿Cuál es el escándalo, el fantástico descubrimiento a revelar cuando se muestra cómo la gorra alentó y organizó la turba en Córdoba?
Y en Córdoba, también, la otra escena. La buena vecindad que revienta a patadas a una gorrita que iba en moto, cuando volvía de trabajar. Pegándole porque sí. Si los harrys al saquear toman una cuota del paraíso negado, los chetos al fajar liberan sus más gozosos infiernos contenidos. Siempre te quise pegar, negro de mierda y no hay policía ni derechos humanos que me lo impidan. El derecho ha vuelto a mis manos, yo soy el derecho viviente. Nada me detiene para darte esto, que es lo que realmente te merecés. Por vago, por lumpen –basta de usar la palabra lumpen– por sucio, por andar en carrito, por los 20 pé de cuidar el auto, por el celular que me sacaste, por joder en el semáforo, por la cumbia en el colectivo, lo que te merecés por vivir de mi trabajo, porque nadie me protege, porque a nadie le importo. Porque ser honesto es estar solo contra el mundo.
Acá no hay nada nuevo. Acá está la violencia que la gorra regula todos los días. Por ausencia, entonces, jamás estuvo tan presente el poder de la gorra.
Y la gorra a todo esto lo sabe.
Sabe del miedo del dueño del almacén, de su fantasía angustiada de fusil cargado. Sabe de la ira del pibe que a la mañana vegeta en la secundaria y a la tarde sale a hacerse unos giles.
Pero había algo que la gorra todavía no sabía. Con la diseminación del paro, la gorra adquirió la experiencia concreta de su poder. Hacia el futuro, la gorra, como milico de los 60, sabe, por primera vez, que está en condiciones de imponer planteos. Planteos: el nombre de los golpistas de antes para sus extorsiones de tanque. La gorra le demostró a la democracia los intestinos de su gobernabilidad. Y aprendió, de aquí en adelante, que tiene el bisturí para cortar cuando quiera. Ese aprendizaje es infinitamente superior –como hecho político– a que consigan sus mejoras salariales. Porque han aprendido de qué modo apretarle las pelotas a quienes más odian realmente: los políticos. Los blandos fofos que no nos dejan hacer, los duros que nos mandan a bastonear y después se lavan las manos, los intelectualitos atildados que se meten a opinar sobre lo que no saben, los demagogos que ni siquiera pagan las balas para morir por cinco lucas, los que te pasan a retiro después de haberte usado de forro.
En estos 30 años de democracia, año tras año la fuerza policial fue adquiriendo mayor autonomía, mayor capacidad de hacer y gobernar la retícula del delito, mayor distancia de toda la sociedad civil. Engordó, se volvió cada vez más viscosa y ensimismada. Y el discurso anti-represivo a secas y llano, como instancia necesaria del reclamo de memoria, verdad y justicia por los delitos de la dictadura, produjo un efecto oblicuo: la completa interrupción –hasta hace muy poco tiempo– del pensamiento sobre cómo debían ser las fuerzas represivas en un Estado democrático.
La resolución de los temas policiales –algo mucho más extenso que la “seguridad”– quedó en manos de la policía. Cada provincia con su particularidad y su historia y sus malditos agentes y sus gobernadores con sus signos políticos le dio el toque propio a esta autonomización. Tan propio que ni siquiera hubo respuesta ni gesto unificado de los gobernadores frente a los reclamos.
El fin del poder del partido militar se lo debemos al conscripto Carrasco, no a los Juicios a la Juntas y tampoco a la reapertura de causas durante el último decenio. Fue un accidente en la historia. Hoy, explotó otro. Pero a la policía no le podemos dar fin. Porque, vamos. Por algo usamos ropitas y cerramos la puerta para que no entren los nenes. No podemos vivir en lo transparente. Era hora de admitir eso. Si el gobierno de la democracia no lo hace, de aquí en adelante, los ropajes se van a ir poniendo cada vez más apretados. Más violentos. Mucho más próximos a lo que fundó la huelga policial: la pura, impávida y muda ley del dinero, donde gana el que más pone. Y mucho más ajenos a la política, único modo de lograr lo imprescindible: el manejo común de la escisión que indefectiblemente nos une y nos separa de nuestros pretorianos.
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Fuerte y Claro, y quiero agregar, porque así lo pienso, que nunca importó el dinero, porque nunca les va a ser suficiente, porque ellos saltaron la zanja pero siguen viendo las vidrieras, pero ahora tienen una tarjeta, que los aprieta a todos, porque solo saben vivir como negros, pegando como despegándo-se...
Muy buen análisis, de lo mejor que he leído. Es interesante la lectura de "la buena vecindad". Estos días he escuchado y leído muchos comentarios "progresistas" de indignación por aquellos que renegaron, una vez más, de "los negros de mierda". Está el tipo que afana, el tipo que lo odia, y el que odia al racista, sus propios vecinos. Sinceramente, indignarse con cualquiera de los dos primeros y sentir un profundo odio es no ver que los dos son parte del mismo proceso de fragmentación social, de la gran pobreza cultural en la que vivimos. Creo que hay que ser más comprensivos. Y veo que esta nota así lo entiende. Muy buena. C.
Excelente. Comparto.
¿Así que la política sería el modo de lograr "el manejo común de la escisión que indefectiblemente nos une y nos separa" sarasa sarasa? No digas, che. Probá con Marx, 1843. El loco también era periodista. Lo que sí, a veces usaba la palabra lumpen. Y el gobierno le censuraba las notas. ¡Qué giles que eran todos! ¡No sabían que la escisión era antropológica!
Lumpen, probá con fortalecer la lectocomprensión. Pretorianos refiere a la policía, no a la explotación de clase.
Eh, amigo! Si te lectocomprendí perfectamente! Sos vos el que tiene problemas con el diccionario ¿Buscaste la palabra lumpen? No tiene nada que ver con el significado que le atribuís. "Sector social fuera de todo orden": no; "caído de toda relación": tampoco. "separado de cualquier forma de conciencia": menos! (Fijate el link que puse abajo. Marx del 52. En mí época, si no lo habías leido, no la ponías). Es feo andar desahuciando palabras, y es de mal gusto histórico hacerlo en nombre de "nuestro mundo simbólico actual". Igual, el problema es otro, y es que sos inconsistente. Si vas a vender cosmología social francesa de posguerra, deberías bancártela un poco, y asumir la política conservadora que le corresponde (que también viene descremada, así que tranqui, no tendrías que hacer el trabajo sucio). Porque, contame, ¿Cómo sería eso del "manejo común"? ¿Papá en la mesa familiar diciéndole a los nenes: -A Mamá le gusta que Papá le rompa el orto, pero vamos a hacer un esfuerzo entre todos, y vamos a mantener la puertita cerrada, sí...? ¿Y los nenes respondiendo: -Sí, Papi, no podemos vivir en lo transpartente...? ¿Y la abuela, emocionada hasta las lágrimas: -Era hora de admitir eso...? Pregunto en serio.
Lumpen:
Realmente pensas que pueden coincidir un sujeto social del siglo XIX con uno del XXI? Y a la inversa? Creo que olvidás las características de texto situado del 18 de Brumario, lo cual borra la historia de tu lectura de Marx y la canoniza. Pocas cosas menos marxistas, y más conservadoras, que eso.
Agradecería que puntúes la inconsistencia y me expliques desde qué posición planteás que no debe ponerse en la discusión política la existencia de las fuerzas represivas. Porque justamente eso es lo que plantea el texto y eso es lo que significa hacerse cargo de lo que no nos hacemos cargo: de que son necesarias.
Amigo, me aburrí. Los lúmpenes existen. A diferencia de los Reyes, que son los padres. Igual, nobleza obliga: quedé en muy mala compañía. Mirá quién me secunda ahora en el uso de la categoría: http://www.ellitoral.com/index.php/id_um/96523-cromanon-accidente-o-suicidio-colectivo
El maestro de la mala leche. Punto para vos.
Es que ese es el punto, Lumpen. Más allá de su definición original –y de cuanto más o menos podamos debatir sobre su aplicación– lo cierto es que ese término hoy significa en concreto –en el uso– lo que se encuentra en ese link (y en otros tantos).
Un abrazo y un gusto. Lástima que se haya aburrido.