El 24 de marzo del 76, a la cero hora, los militares entraron en la cárcel de Mendoza a los tiros. Todavía no estábamos dormidas; se levantó un silencio denso para dejarnos aguzar el oído. María, una compañera “común”, subió apenas el volumen de la radio para que escucháramos una marcha militar. Nos miramos con la Negrita, con quien compartíamos la celda, junto con su bebé Valentina. Tensa, me dice: “Nos tiramos al suelo sobre la beba”. Eso hicimos. En minutos, oímos voces: caminaban el pabellón, jefa de celadora que informa a un militar cuántas éramos, etc.
Golpe era para nosotras Chile. Decíamos: “Nos van a fusilar en estadios de fútbol”. Desveladas, vimos llegar el amanecer y, con él, varios soldados se ubicaron contra el paredón que está frente a las celdas, apuntándonos con armas largas; estábamos de pie junto a cada celda, y un teniente armado hasta los dientes daba pasos largos recorriendo la galería, vociferando una confusión de insultos y órdenes.
Ninguna de nosotras lloró: un hilo nos unía, como dice René Char, y era un hilo indestructible: la dignidad de cada una nos protegía a todas.
Nos hicieron numerar de a tres y volvimos las número 1 y 2 a la celda. Yo y Negrita regresamos. ¿Las matarán? Aferradas a la mirilla, llorando, vimos a Florencia, alta y rubia, apoyada ligeramente a una columna, con Ana en brazos. Ana, llena de rulos negros como el carbón. Flor le cantaba una canción en el oído, y era muy dulce, a juzgar por la sonrisa de la nena.