el debate del nuevo Código Penal.
Argentina, desde mediados de la década de 1990, se ha dado un
proceso complejo de construcción social de la cuestión de la “inseguridad”
–definida en términos restringidos en torno al delito de la calle o delito
común, una fracción de los comportamientos que la ley penal define como delito,
que frecuentemente son producidos por sujetos “débiles” económica y
socialmente– como problema fundamental de la vida social. Esto no fue una
consecuencia automática del crecimiento de ciertas formas de actividad delictiva,
como muchas veces se sostiene. Durante la década de 1980 se produjeron aumentos
en los indicadores disponibles referidos a esas formas de delito común tan
marcados como en la segunda mitad de los años 1990 –o incluso mayores– y sin
embargo eso no disparó la instalación de la cuestión del delito y el control
del delito en el centro de la agenda pública, que en gran medida se encontraba
repleta de otras cuestiones macroscópicas relacionadas con las promesas de la
democratización reciente.
En este proceso complejo jugó un rol medular una fuerte
politización del delito y el control del delito. Los políticos profesionales en
el primer momento de la transición a la democracia habían mantenido esta serie
de temas fuera de la competencia entre los partidos en los procesos
eleccionarios. Esta exclusión se quebró en las elecciones de 1997 y 1999,
especialmente, en forma muy marcada, en esta última. Los actores políticos que
lanzaron esa dinámica integraban la alianza política del menemismo que enfrentaba
en ese momento el inicio de una crisis de legitimación y lo hicieron para
tratar de conquistar a través de este gesto consenso político y electoral. Lo
hicieron planteando como respuesta, frente a lo que se visualizaba como un
problema urgente, como una verdadera crisis, el endurecimiento de las
intervenciones estatales, un aumento generalizado de su severidad, invocando
desde la necesidad del incremento del uso de la violencia por parte de la Policía hasta la
reintroducción de la pena de muerte. Un ejemplo paradigmático de este gesto
político fue el del entonces vicepresidente y candidato a gobernador en la
provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauf. La estrategia alcanzó a los actores
políticos opositores y los sectores más conservadores de la Alianza –liderados por el
candidato a presidente Fernando de la
Rúa– compartieron esta deriva punitivista.
De ese modo, desde
1999 y hasta la crisis de 2001, se sucedieron una serie de reformas legales a
nivel nacional y provincial (especialmente en la provincia de Buenos Aires) que
incrementaron la punitividad de diversos modos y que tuvieron apoyos en las dos
fuerzas políticas más importantes en aquel momento. Dichas reformas legales
–sumadas al clima político y cultural generado por esa politización– contribuyeron
significativamente al incremento del volumen de encarcelamiento en la Argentina –especialmente
de presos sin condena– que alcanzó niveles extraordinarios entre 1995 y 2002.
En general, dichos actores políticos en aquel momento sostenían que apoyaban estas
iniciativas punitivas porque era lo que “la gente piensa y quiere”. Esa
fundamentación se nutría de encuestas de opinión pública –que se habían
incorporado al trabajo cotidiano de los políticos profesionales como
herramienta crucial– que mostraban que “la inseguridad” era una preocupación
social central y que existía un difundido reclamo de mayor punitividad,
indica-dores construidos a partir de preguntas simples y capciosas sobre
muestras pequeñas y sesgadas.
Pero el argumento también se nutría de los medios masivos de
comunicación, que reproducían incesantemente esos mensajes. Y se nutría de un
rechazo de los discursos y propuestas de los “expertos” –algunos profesores
universitarios y funcionarios judiciales, ligados al mundo del derecho– que eran
presentados como alejados de las perspectivas de la ciudadanía.
Como es sabido, esta deriva punitivista encontró en el año
2004 un impulso ulterior “desde abajo” a través de la fuerte movilización de
sectores de clases medias a partir del caso Blumberg y de la “cruzada Axel” a
la que dio lugar y que se tradujo en una importante cantidad de reformas
legales orientadas hacia incrementar la punitividad, apoyadas por legisladores
de los diferentes partidos políticos –con algunas pocas excepciones– tanto a
nivel nacional como provincial. En este caso los actores políticos aparecieron
más bien como respondiendo a una iniciativa que surgía de otro lugar que como
los promotores de la misma. Esta segunda ola de demagogia punitiva contribuyó
significativamente a prolongar la tendencia al aumento de la población
encarcelada en Argentina: especialmente, otra vez, de presos sin condena.
Quince años después se vuelve a reproducir una dinámica
similar en torno al debate público en relación al anteproyecto del nuevo CódigoPenal elaborado por una comisión integrada por personas relacionadas con
distintos partidos políticos con representación parlamentaria –han sido o son
legisladores, ministros, asesores– y que, en algunos casos, al mismo tiempo,
pueden ser considerados “expertos” en función de sus propias trayectorias
profesionales –en el mundo académico y judicial–, presidida por el jurista
argentino de derecho penal más prestigioso a nivel internacional y, además,
juez de la Corte Suprema
de Justicia de la Nación,
Eugenio Raúl Zaffaroni. Esta comisión
fue diseñada para generar acuerdos sobre el nuevo Código Penal que
atravesaran el espectro de los partidos
políticos que participan en el juego democrático –aquellos que tienen más peso
legislativo a nivel nacional. Resultaba una estrategia interesante para tratar
de evitar la experiencia del anteproyecto de 2006, que fue elaborado por una
comisión de juristas –académicos y funcionarios judiciales– y que no incluía
esta dimensión política. Parecería ser que luego del proceso de politización de
la cuestión del delito y el control del delito es ineludible contemplar de
algún modo esta dimensión. Como tal, era una respuesta adecuada frente a los
cambios recientes en la forma de elaboración de la política penal y una manera
de canalizar inicialmente la construcción de un “Código Penal de la Democracia”.
Sin embargo, el diputado Sergio Massa –perteneciente a un
nuevo partido político, ajeno a la comisión de elaboración del anteproyecto–,
buscando recuperar protagonismo en la esfera pública y política, con el apoyo
explícito de empresas dominantes en el ámbito de los medios de comunicación, lanzó
una campaña contra el anteproyecto del Código Penal utilizando un lenguaje
plagado de simplificaciones y eslóganes, conteniendo una cantidad de errores sobre
el contenido efectivo de dicho anteproyecto y expresando posiciones de carácter
reaccionario en la materia que se vinculan con las tradiciones políticas
conservadoras y autoritarias.
Claramente, el diputado Massa, cual hijo de Ruckauf
–parentezco que no resulta casual en función de sus trayectorias políticas al
interior de ciertos segmentos del peronismo bonaerense–, ha encarnado en las
últimas semanas esta dinámica demagógica
que busca conectar con ciertos sectores del público, reclamando la necesidad de
ser duros con el delito, aún cuando dichas propuestas no tengan ninguna
efectividad en materia de reducción del delito, tal como se ha comprobado en
los más variados contextos en los que se han venido ejercitando en los últimos
35 años –incluyendo la propia provincia de Buenos Aires– y generen una
amplificación de los efectos típicos de producción de sufrimiento, desigualdad
y exclusión de los sistemas penales modernos, que recaen mayoritariamente sobre
sujetos débiles económica y socialmente. Su posición resulta claramente
antiliberal y pone en jaque incluso ciertos elementos cruciales del programa
constitucional del derecho penal en la Argentina.
Esta campaña no resulta sorprendente si observamos la
trayectoria de la politización del delito y el control del delito en el pasado
inmediato en nuestro contexto. Pero resulta sorprendente la actitud de ciertos
actores políticos que se han sumado a dicha campaña –ad alta voce o sotto voce–
en las últimas semanas. Algunos dicen pertenecer a la misma alianza política
kirchnerista que impulsó inicialmente la iniciativa, mostrando su carácter
heterogéneo y, una vez más, volátil –y no sólo en este terreno. Algunos pertenecen a partidos políticos que
tienen en sus programas históricos un alma “liberal”, claramente afín a los
principios y propuestas del anteproyecto de Código Penal y que, a su vez, han
tenido, de algún modo, a un representante de sus propios elencos participando
en su redacción. Dichos actores parecen recorrer el mismo surco que –ellos
mismos u otros individuos de sus propios elencos políticos– transitaron a fines
de los años 1990 y comienzos de los años 2000 al subirse a la primera ola de
demagogia punitiva en nuestro país. Esta historia parece repetirse más de dos
veces y en cada repetición mixtura grotescamente elementos de la farsa y la
tragedia.
Criminología.