Melville

Otro yo mismo, por Mari Hechim
Se detiene y se mira la punta de las botas. Están húmedas,
hundidas en el césped con rocío. Finge que algo le molesta y se agacha para
tocarse la pierna. Él espera con las manos en los bolsillos. Se está haciendo
de noche y hace frío. Ella piensa un segundo. No sabe que va a decir que sí, y
que esa palabra mínima la va a llevar por un larguísimo camino. No sabe que un
día se van a separar y tendrán otros amores, y que ella será presa política por
un par de años, y que él va a estar en el exilio y que van a regresar, y que
seguirá pensando todo el tiempo en él. No sabe que ya está enamorada. Piensa en
cada palabra áspera y violenta que él ha dicho; él ignora el peso que tiene
cada golpe verbal. Con gracia, ella lo había invitado a tomar un café, a él, el
predicador de la belleza. Tan alto, tan fuerte, tan elegante. Ella es poca
cosa, se dice ella. Él es escritor, es su profesor, es el más bello.
Están yendo a la quinta de un amigo en Rincón y ella vacila.
¿Vale la pena? El leyó Eliot entre escogidos amigos, a la luz del atardecer,
junto a la ventana. Ella sintió un aire tibio desplazándose.
Entonces se anima, a la entrada del Cine Club. Le dice:
“¿Tomamos un café?”. Él se asombra, un poco divertido. Luego, en la oscuridad
de la película de Melville, él roza el dorso de su mano y la mira. Ella ahora
piensa: ¿sigo o me doy la vuelta y nunca más? Pero si ya está allí, a pocos
metros de la casa, del fuego que él va a procurar tener encendido durante toda
la noche, sin dormir. Ella no lo sabe mientras se mira la punta de las botas,
pero va a decir sí, sigamos.
Publicada en Pausa #133, miércoles 7 de mayo de 2014

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