calor seco que resquebraja la piel, se viven en el penal con resignación. Cada
una recuerda el frío insoportable del invierno mendocino y concluye, por su
cuenta, que, aunque no mejor, es preferible diciembre que julio. Nos hemos
juntado en el patio junto a la columna, a pensar qué hacer en las próximas
fiestas de fin de año; se termina el 75, nos permitirán una visita con los
compañeros del otro lado. No falta mucho para la cena, pero es urgente decirnos
que preparemos un pequeño regalo para el cumpa con quien nos podamos encontrar,
¿qué podremos inventar?
De pronto nos distrae un murmullo que sube rápidamente de
volumen; se suscita a la entrada de la guardia. Un grupo de presas comunes y un
par de milicas, comienza un griterío. No sabemos qué pasa, nos
acercamos: una
pelea entre mujeres, por un tipo que se escribe con las dos. Un traidor, porque
cada una tiene por amor las cartas que se escriben con otros presos; o sea, un
conflicto por casi nada. Este “casi” es la vida entera.
Una de las contendientes deja que su ira se encienda con un
chisporroteo de llamas que enseguida se hace fuego abrasador. Gesticula, grita
como si toda ella se saliera de sí. En un trámite inesperadamente rápido, las
guardias desocupan su celda, sacan sus poquitas posesiones y las tiran en la
galería, agarran a la compañera entre varias y la encierran. En algunas tardes
llenas de serenidad como ésta, en que la soledad gratifica, y en otras en las
que no, a veces recuerdo esa noche, la más larga de mi vida. Recuerdo el deseo
de que se termine el grito, la esperanza que nace cuando decrece el sonido; no:
se vuelve gemido un instante y luego se levanta, con furor mecánico, partiendo
la noche en miles de trocitos cada vez más cortantes. Y no termina, no termina
por mucho que a la mañana siguiente la arrastraron para salir, la cabeza caída
sobre sí misma, vencida.