La calle, por José Luis Pagés
Llueve y es noche cerrada cuando llaman a la puerta. R.
aparta el libro, abandona el sillón y abre la mirilla. La luz de las farolas se
refleja en la laguna. Vuelve sobre sus pasos y nuevamente se dispone a seguir
con la lectura junto al hogar. Llaman a la puerta. Molesto, pero intrigado, R.
cierra el libro y entonces descubre un sobre blanco en el piso del zaguán. La
carta no tiene sellos. El destinario es él, pero nada dice del remitente. Rasga
el papel y encuentra una hoja, anverso y reverso, en blanco. Quien ensobró ese
papel solo se tomó el trabajo de plegarlo cuidadosamente. Su nombre y dirección
fueron escritos con impersonal tipografía de imprenta. Entonces suena el
teléfono, pero cuando atiende y pregunta no tiene respuesta. Llueve y el viento
silba entre los árboles de la costanera vieja. Ahora recuerda la intranquilidad
de ella y el alacrán aplastado en el umbral al regresar de la cita. “Hay gente
enferma…”, se dice R. Aviva las brasas con el atizador, y otra vez en el sillón
agita el vaso, sorbe un trago y cierra los ojos.
aparta el libro, abandona el sillón y abre la mirilla. La luz de las farolas se
refleja en la laguna. Vuelve sobre sus pasos y nuevamente se dispone a seguir
con la lectura junto al hogar. Llaman a la puerta. Molesto, pero intrigado, R.
cierra el libro y entonces descubre un sobre blanco en el piso del zaguán. La
carta no tiene sellos. El destinario es él, pero nada dice del remitente. Rasga
el papel y encuentra una hoja, anverso y reverso, en blanco. Quien ensobró ese
papel solo se tomó el trabajo de plegarlo cuidadosamente. Su nombre y dirección
fueron escritos con impersonal tipografía de imprenta. Entonces suena el
teléfono, pero cuando atiende y pregunta no tiene respuesta. Llueve y el viento
silba entre los árboles de la costanera vieja. Ahora recuerda la intranquilidad
de ella y el alacrán aplastado en el umbral al regresar de la cita. “Hay gente
enferma…”, se dice R. Aviva las brasas con el atizador, y otra vez en el sillón
agita el vaso, sorbe un trago y cierra los ojos.
Una vez más llaman a la puerta y el teléfono suena con
insistencia. Pero no hay qué temer con una Uzi al alcance de la mano. Dos días
después lo encontrarán allí mismo, pero con los ojos inmensamente abiertos y
los puños cerrados sobre el pecho. Uno de los peritos recogerá un segundo
alacrán aplastado bajo el peso de una novela policial.
insistencia. Pero no hay qué temer con una Uzi al alcance de la mano. Dos días
después lo encontrarán allí mismo, pero con los ojos inmensamente abiertos y
los puños cerrados sobre el pecho. Uno de los peritos recogerá un segundo
alacrán aplastado bajo el peso de una novela policial.
Foto: Pablo Ferraro, Colección Gestos (Pausa-Fundación Bica, 2011)