Era el 99. El mismo año en que empecé Comunicación Social en Paraná. Las ciencias sociales me abrían un poco la cabeza y las inquietudes hacia los bordes de mi burbuja estrecha de comodidad de nene bien. No me movía por los cordones marginales de la cultura, sino más bien por su núcleo industrial. Pero en el ombligo de los barrios bien de la ciudad (exceptuando el Sur y Constituyentes) cedía la cerradura de una casona a fuerza de lo otro (inclasificable, por momentos).
Caí ahí con compañeros de la secundaria con los que compartíamos gustos musicales, ideas políticas, publicaciones y algún que otro partido de fútbol. Porrón barato y rock, ¿qué más? Con tan poco, La Llave nos dio mucho. Estábamos todos los que no eran y los que nos creíamos que no éramos normales. Las tribus que se imaginaran en un arca multicultural.
Luego, recitales. La primera vez que vi en vivo a Sig Ragga fue ahí, en el patio todavía sin techo. La Llave también fue un centro cultural.
Después me enojé con La Llave. Pero ya había algo de ella que no me iba a poder quitar tan fácilmente de encima. Y tampoco era con ella mi rabia, sino con el personaje mío que ya iba transformándose en… o volviendo de a poco a aquella burbuja burguesa. De todos modos, como diría el psicoanálisis, uno siempre trata de retornar al seno materno y entonces recurría a aquellos antros producto de un polen que pareció esparcirse desde
Boulevard casi Mitre hacia diferentes puntos de la Recoleta, el Centro y el Sur. Todo lo que La Llave agrupó fue difuminándose, volviendo a una disgregación de tribus. Kusturica, tal vez, sea quien reproduce la imagen paterna y mantiene (bah, hace tanto que no voy que no lo sé) cierto espíritu multicultural. Me cansé del circuito; me cansé de mí mismo y abandoné la escena. Sin embargo, para mis 35 años (el año pasado) me junté con el staff de Pausa y otros amigos y nos dio la de seguirla de rotation. “Vamos a La Llave”, dijo uno. Yo, descreído, pregunté por qué a La Llave. “Porque es el único lugar donde no me preguntan ‘qué hacés vos acá’”. Contundente. Hacía mucho no la pasaba tan bien después de las 3 AM estando despierto. Igualmente, La Llave no era la misma; yo tampoco. Volver fue lo mejor del haberme ido.
Boulevard casi Mitre hacia diferentes puntos de la Recoleta, el Centro y el Sur. Todo lo que La Llave agrupó fue difuminándose, volviendo a una disgregación de tribus. Kusturica, tal vez, sea quien reproduce la imagen paterna y mantiene (bah, hace tanto que no voy que no lo sé) cierto espíritu multicultural. Me cansé del circuito; me cansé de mí mismo y abandoné la escena. Sin embargo, para mis 35 años (el año pasado) me junté con el staff de Pausa y otros amigos y nos dio la de seguirla de rotation. “Vamos a La Llave”, dijo uno. Yo, descreído, pregunté por qué a La Llave. “Porque es el único lugar donde no me preguntan ‘qué hacés vos acá’”. Contundente. Hacía mucho no la pasaba tan bien después de las 3 AM estando despierto. Igualmente, La Llave no era la misma; yo tampoco. Volver fue lo mejor del haberme ido.
La Llave hace unos días se cerró. Yo no estoy tan convencido de que sea para siempre; o no me quiero convencer. La vuelta dentro de la cerradura la dio para la derecha, por última vez. Pero es de tonto quedarse en la clausura, siendo que las llaves solo pueden cerrar lo que primero hay que abrir. Y eso La Llave lo supo hacer muy bien: abrió el escenario para que los otros, los parias, los que no tienen donde divertirse y reunirse sin que los miren feo, tengan dónde ir. Y yo pueda seguir tomando cerveza barata escuchando buena música, entre amigos sucios y desprolijos.