René Char, poeta y guerrillero maquí, dice que la amistad “es la nube blanca preferida por el sol”. La imagen más sencilla es la de sobrevolar la tierra con un avión, cuando todavía es de día, y ver una multitud de nubes brillando por debajo. Y he ahí una, la más blanca, iluminada en una incandescencia feliz y llena de bondad, que luce mejor que todas. No toda amistad es así de espléndida, pero sí lo es alguna.
En este relato también se puede evocar a la película El sacrificio, de Tarkovsky, sin el hálito de feroz tragedia que la sostiene.
Las tres de la tarde, y Adriana se ha peleado con su novio, una vez más. Sale del departamento, por el pasillo, llorando, sin saber qué hacer. Su familia no es de esta ciudad y los amigos, de la facultad, no viven cerca. Ya en la calle, entre la bruma, lo ve venir al Lobo. Es un compañero de la FIQ, líder del ARE, la agrupación política que los reúne. El Lobo, un flaco de enormes anteojos, se acerca con su sonrisa siempre incipiente, que te hace pensar que todo lo comprende, que nada lo ofusca. En la calle, hora de la siesta, no hay nadie. Le pregunta por su llanto. Ella le cuenta. Con toda naturalidad, él saca del bolsillo un billete, quizá 100 pesos de ahora, tomate un café, comprate un atado de Parisiennes, estate tranquila.
Ella regresa a las seis de la tarde, a buscar sus cosas. Se encuentra con el novio, se reconcilian, y, cuando empiezan los besos, alguien golpea la puerta. El Bigote pregunta quién es. “El Lobo”, contestan del otro lado. “Estoy con Adriana”; se oye una pequeña risa del otro lado. Adriana mira a su novio, como preguntando, y el Bigote le explica que el cumpa anda buscando 100 pesos para ir a Rosario, a ver a su novia. “Es sábado”, termina por aclarar.
El Lobo se llamaba Alberto Carlos del Rey y es uno de los fusilados el 22 de agosto de 1972 en Trelew.