Sara Rus sobrevivió a Hitler y a Auschwitz. Vino al país para comenzar una nueva vida y la dictadura se llevó a uno de sus hijos. Una sobreviviente que dice que la vida es hermosa.
“Soy Sara Rus, soy una sobreviviente de la Shoá (el Holocausto), y madre de un hijo desaparecido por la dictadura argentina”. La historia de Sara incluye tantos elementos asombrosos, dramáticos, románticos y trágicos que, si no supiéramos que es real, podría pasar por una ficción demasiado fantástica.
Schejne María (Sara) Laskier de Rus nació en 1927 en Lodz, Polonia, y en 1948 llegó a la
Argentina huyendo del horror. Entre esos años, los sucesos que marcaron su vida dejan con la boca abierta, el nudo en la garganta y lágrimas en los ojos a más de uno que la escucha atento cada vez que brinda una conferencia como la que brindó en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UNL, en nuestra ciudad.
Hasta los 12 años Sara vivió una vida normal, como la de cualquier niña, una vida feliz con padres amorosos, como dice ella. Interesada por la música, su padre decidió regalarle un violín. Lejos estaba de imaginarse que ese preciado objeto sería el que la enfrentaría por primera vez, cara a cara, con el enemigo. “Un día aparecieron los alemanes en casa. Cuando entran, con esa prepotencia que tenían, ven mi violín sobre la mesa. Uno pregunta ‘¿De quién es este violín?’. Mi madre, toda orgullosa, dice ‘Mi hija está aprendiendo’. Entonces el alemán lo agarra y lo destroza, lo hizo pedazos. Esa fue la primera visita que nos hicieron”, comenta.
La persecución comenzó a ser cada vez más fuerte: brazalete con la estrella de David, prohibición de caminar por las veredas, trabajos forzosos y los guetos. “Una de las experiencias más fuertes que viví en ese lugar fue la llegada, tan esperada, de mi hermano”, cuenta Sara. “Mi madre quedó embarazada en 1941, en el medio de esta situación tan difícil y lamentablemente mi hermano sólo vivió tres meses, murió de hambre. Yo trataba de ayudar a mi madre y al bebé yendo a buscar un poco de leche, pero como veían que era una niña me apartaban y no me daban nada. Al año siguiente, increíblemente, mi madre vuelve a dar a luz, pero ese pequeño fue asesinado por los alemanes al nacer”.
Pero entre tanto horror y una vida que comenzaba a familiarizarse con el hambre, la crueldad y la muerte, un domingo, a Sara se le apareció el amor. Bernardo Rus llegó a su casa de la mano de papá Jacobo, que lo encontró en la calle y lo invitó a cenar. Luego, la madre le reprocharía haber traído a un hombre a quien la nena, ya de 15 años y bastante bonita, miraba demasiado. “Él se enamoró de mi y yo de él. Era el año 43 y él en una libretita que yo tenía me anotó una fecha y me dijo que si sobrevivíamos a la guerra, el 5 del 5 del 45 nos íbamos a encontrar en el edificio Kavanagh de Buenos Aires. El sabía que yo tenía familia en Argentina, por eso teníamos la ilusión de venir para acá”. Pero un año después, en 1944 Sara y sus padres tuvieron que dejar el gueto, con destino incierto.
Un viaje al infierno
El día que la casa de Sara fue rodeada y los obligaron a salir con lo mínimo posible, ella eligió llevar algunas fotos familiares y la libretita en la que Bernardo anotó la fecha de su reencuentro. “Nos pusieron a muchas familias en un vagón, en un tren para animales, todos apretujados, sucios, sin agua ni alimentos. No sabíamos donde íbamos, hasta que llegamos y desgraciadamente vimos que era Auschwitz”.
Al llegar al campo de exterminio, la familia fue separada. Sara no volvió a ver a su padre, pero el destino marcaba que de su madre no iba a ser tan fácil alejarla. “Hacían selecciones según el estado físico, y mi madre estaba a la miseria, me la llevaron, la mandaron a otro lado. En mi casa hablábamos alemán y cuando veo que me encuentro sin mi madre, me atreví a acercarme a un SS. La gente me miraba, pensaban que me iban a matar. Él me mira y me dice ‘¿Cómo te atrevés a acercarte?’. Le dije en alemán ‘¿Por qué me sacaste a mi madre?’. Se quedó muy sorprendido de que yo hablara alemán y me dijo que vaya a buscar a mi mamá. Tuve la suerte de volver a tenerla conmigo.
Pero ahí comenzó la lucha, pasamos momentos muy duros”. En los baños, donde las despojaron de todas sus ropas y las pelaron. Las mandaron a unas barracas, desnudas, y les dieron un vestido a cada una. Todas esperaban allí la muerte, pero Sara y su madre corrieron mejor suerte: fueron seleccionadas para trabajar en una fábrica de aviones en Alemania, haciendo un trabajo pesado hasta para los hombres. Allí Sara tuvo un accidente
que no le permitió seguir con esa tarea, pero rápidamente la ubicaron en otro lugar: pelando papas en la cocina de la fábrica. “Ahí yo me robaba papas para mis compañeros, y es inexplicable la alegría que tenían cuando se las daba. Hoy es difícil pensar en que una simple papa era para nosotros hasta una señal de esperanza”.
El fin de la guerra comenzaba a acercarse, los aliados estaban cerca, así que otra vez subieron a los trenes hacia el campo de concentración de Mauthausen, en Austria, donde finalmente fueron liberadas. “El mismo día que llegamos la Cruz Roja ocupó el campo, y los alemanes dejaron de matar. ¿Y saben en que fecha fui liberada? El 5 del 5 del 45”.
Estando en Austria, Sara recibió una carta de Bernardo. Ambos habían sobrevivido y era la hora del reencuentro, y de mucho más. Se casaron y comenzaron a hacer todo lo posible para viajar a Argentina.
La tierra anhelada
“Era nuestro sueño llegar a Argentina pero mi tío que vivía aquí nos decía que no estaban dejando entrar a los judíos. Así que logramos llegar a Paraguay, donde cruzamos ilegalmente la frontera y fuimos apresados en Formosa. Ahí nos decían que nos iban a mandar de vuelta a Paraguay así que mi esposo se atrevió a mandar una carta en polaco a Eva Perón, porque sabíamos que ella hacía mucho por la gente. Se ve que le llegó, la hizo traducir y mandó a decir que no nos asustemos y que nos iban a mandar pases para ir a Buenos Aires”.
En Buenos Aires comenzó otra lucha. Había que empezar de cero, trabajar, hacer algo para vivir. Bernardo se inició en el oficio de anudador textil y la cosa empezó a marchar. “Pero yo lo que más deseaba era tener un hijo. Así, en el año 1950 nació Daniel, y en 1955 Natalia”. El 15 de julio de 1977, Daniel Rus fue secuestrado en la puerta de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), donde trabajaba, junto a otros jóvenes empleados.
Esa fue la última vez que alguien lo vio. Sara y Bernardo comenzaron a buscarlo incansablemente: “Ahí me incorporé a las Madres de Plaza de Mayo y empecé a dar vueltas a la plaza pidiendo justicia, pidiendo por mi hijo”.
La historia de Sara es dolorosa, pero se quiebra por primera vez cuando habla de la muerte de su esposo, en 1984. “Mi esposo se dio ese tiempo de vida, luego de la vuelta de la democracia, para esperar que Daniel volviera. No tuvo fuerzas para sobrellevar esta pérdida...Pero yo opté por la vida y opté por luchar. Acá estoy, contando mi historia a niños y grandes, porque hay gente que quiere negar toda esta historia, negar el Holocausto, pero
yo lo viví y estoy acá para contarlo. La memoria es lo más importante, porque si no se tiene memoria las cosas vuelven a pasar. Mi sufrimiento, de todo lo que viví, esta muy adentro mío, pero lo que yo siempre saco y quiero transmitir es que la vida es hermosa y que hay que vivirla. Yo mientras pueda voy a seguir hablando de esto y contándolo a quien lo quiera escuchar”.
En Pausa #140, miércoles 27 de agosto de 2014.