La calle, por José Luis Pagés
Una vez escribí un cuento tan ridículo que mis mejores amigos –todos menos
ella– me abandonaron. Moríamos de hambre y yo lamentaba mi suerte cuando la vi
buscar entre los libros como en el mostrador de una carnicería. “Con un
capítulo de los Buddenbrook tenemos para un banquete”, me dijo. “Me conformaría
con un almuerzo suculento al estilo de La Montaña Mágica”,
acepté. Fuimos a la cocina y asestó un golpe de hachuela sobre un grueso
volumen de Mann y unas letras oscuras salpicaron mi camisa. “Ya ves”, me
reprochó, “por culpa de tus relatos extravagantes hoy no tenemos una moneda”.
“Apenas conté la conversación que tuve con un ganso”, me defendí. No sé si fue por esa contrariedad o por el
humo acre de la hornalla, pero me saltaron las lágrimas. Ella se envalentonó y
trepó a la mesa al grito de “los gansos no hablan”, y agregó: “Te voy a enseñar
la literatura que esperan los condenados de la tierra”. “Una vez un gaucho y el
demonio se enfrentaron en una payada”, “Qué bien”, me admiré, “eso es
profundamente realista”. “Otra vez”, siguió, “¡Un niño cayó de un árbol y en
pájaro se convirtió!” Ya no me interesaban los ricos Buddenbrook y sus
delicadezas gastronómicas. “Después, Coquena que es un duende que tiene una
mano de plomo y otra de lana…”, “Y pensar”, me decía yo, “que todavía hay tipos
que escriben cosas tan alejadas de la realidad, verdaderos disparates para
deleite de unos pocos…”. Ella seguía ahora con la historia de una serpiente
emplumada. “Mi bife de chorizo”, reclamé. “Eso estaba en el libro que vendimos
ayer”, concluyó.
ella– me abandonaron. Moríamos de hambre y yo lamentaba mi suerte cuando la vi
buscar entre los libros como en el mostrador de una carnicería. “Con un
capítulo de los Buddenbrook tenemos para un banquete”, me dijo. “Me conformaría
con un almuerzo suculento al estilo de La Montaña Mágica”,
acepté. Fuimos a la cocina y asestó un golpe de hachuela sobre un grueso
volumen de Mann y unas letras oscuras salpicaron mi camisa. “Ya ves”, me
reprochó, “por culpa de tus relatos extravagantes hoy no tenemos una moneda”.
“Apenas conté la conversación que tuve con un ganso”, me defendí. No sé si fue por esa contrariedad o por el
humo acre de la hornalla, pero me saltaron las lágrimas. Ella se envalentonó y
trepó a la mesa al grito de “los gansos no hablan”, y agregó: “Te voy a enseñar
la literatura que esperan los condenados de la tierra”. “Una vez un gaucho y el
demonio se enfrentaron en una payada”, “Qué bien”, me admiré, “eso es
profundamente realista”. “Otra vez”, siguió, “¡Un niño cayó de un árbol y en
pájaro se convirtió!” Ya no me interesaban los ricos Buddenbrook y sus
delicadezas gastronómicas. “Después, Coquena que es un duende que tiene una
mano de plomo y otra de lana…”, “Y pensar”, me decía yo, “que todavía hay tipos
que escriben cosas tan alejadas de la realidad, verdaderos disparates para
deleite de unos pocos…”. Ella seguía ahora con la historia de una serpiente
emplumada. “Mi bife de chorizo”, reclamé. “Eso estaba en el libro que vendimos
ayer”, concluyó.