Del gobierno del delito en las zonas de abandono. Una hipótesis sobre la relación entre el paro policial y la serie de homicidios de 2014 y un recuerdo de los linchamientos.
Por Juan Pascual
Imaginemos que sí sucedió el paro policial de diciembre de 2013.
Recordar esas ominosas semanas de exaltados oficiales azules de bajo rango, en Plaza de Mayo, haciendo piquetes por encima del control de sus mandos y llevando los fierros en la cadera como distintivo, equivale a estampar el sello del fracaso en la regulación institucional de la fuerza pública. No sólo el de esta gestión: toda la democracia reciente corre en paralelo con la autonomización de las policías, que emergieron represoras de la dictadura para mutar hacia el gobierno infinitesimal de las relaciones delictivas.
Entonces, por más que casi en ningún medio se emita referencia alguna sobre esos días en los que la intimidad sangrienta de nuestro orden social se expuso como en una porno, imaginemos que sí sucedió el paro policial de diciembre de 2013. Porque de a ratos parece que ese paro no sucedió.
¿Es tan delirante pensar que algo cambió en el precarizado mundo azul después de ese diciembre? ¿Pertenece al rango de la operación prensera o de la especulación infundada decir que, tal vez, después del paro la Policía se dedicó sólo a quedarse sentada en el zaguán de la comisaría para esperar el paso lento del cortejo fúnebre del gobierno?
Mientras tanto, la incapacidad de la política para reorganizar a la cana se traduce en los pedidos desesperados por el desembarco de fusiles externos de ocupación. Queremos a la Gendarmería, es el reclamo, como si su rol fuera el de obrar cual carneros de una huelga de brazos caídos que comenzara tras ese paro policial que parece borrado de todos los análisis sobre la explosión de homicidios que azota a La Capital y Rosario.
Imaginemos que el paro policial de diciembre de 2013 sí sucedió, y que los comerciantes de Avenida Freyre cortaron las calles, carabina en mano, para defender (y demarcar) la frontera con el negro. Un western clásico, en la ciudad. El miedo, cuando campea, devela nuestras fantasías más cotidianas; la del justiciero es una de ellas. El justiciero no restaura, ni remienda, ni compone lo destrozado: el justiciero es un exceso en sí mismo. El justiciero sueña con el castigo infinito, el desmembramiento de cuerpos foráneos al orden propio, la brutalidad compartida, con espectadores, vitoreada.
Imaginemos que sí sucedieron los linchamientos.
Tiempo atrás habían celebrado palizas los justicieros en Córdoba (durante el paro policial). Imaginemos que sí lo mataron a golpes a David Moreira, en Rosario, al grito de “justicia”, mientras la Policía no hacía caso a la marea de llamados al 911 –once en quince minutos– que denunciaban la masacre.
La vagancia policial y la violencia de los matanegros conforman un matrimonio con un solo target: los cuerpos que habitan en las zonas de abandono. Las gorritas en motito destartalada, una vez que traspasan la frontera e ingresan al área blanca, inmediatamente se convierten en agobiantes fantasmas merodeadores. Encarnan la amenaza del más allá, de la tierra incógnita, de las calles que jamás son recorridas por nadie que no viva allí, excepto que se plantee suprema obligación.
Las ciudades están quebradas completamente. Los puntos de cruce no son espacios de encuentro sino sitios de la zozobra. Están perfectamente localizados: un lado y otro de la avenida, la vía, el terraplén, la placita. La atmósfera en esos lugares es distinta, la ciudad destrozada hiede allí todos sus temores. Sobre los límites circulan los patrulleros en busca de los licántropos del oeste y el norte: pibes que en sus casas pueden tener Direct TV, con padres que cobran la AUH, que comen y van a la escuela, de día, y que achacan a quien se les cruce de noche.
Imaginemos la Policía de brazos cruzados y la exaltación cebada de los matanegros, pero en el calor del diciembre que se aproxima.
En el mapa de las grandes ciudades, la distribución de los homicidios pinta de escarlata algunas zonas, mientras que en otras apenas hay pequeños puntitos. Se sabe desde hace tiempo: las principales víctimas de la inseguridad son los habitantes de las zonas de abandono. Los homicidios en las negro free zones representan una ínfima parte del total: la más amplificada. Quienes allí mueren tienen nombres y apellidos impresos en papel prensa, quienes caen en el norte y en el oeste son cifras. En esas cifras hay víctimas y victimarios que se conocen entre sí: son vecinos, parientes; los licántropos se ejecutan a dentelladas de tumberas y tramontinas. En los despachos públicos, los de la prensa y los de la política, ese dato se conoce con precisión, se masculla y a veces se expresa, entre titubeos y torpezas.
“Es que así son los negros: se matan entre ellos”, sería la forma más bestial de esas enunciaciones. La más elegante, la mudez simple impotente para abordar una realidad patente en los barrios: cuando la vida abandonada comenzó a atravesar las generaciones, otro gobierno se implantó, poco a poco, en los territorios.
Porque no existe conjunción entre espacio y población que carezca de gobierno. Y el gobierno es equivalente a un trinomio: un orden, una economía, una fuerza armada. Y ese trinomio en las zonas de abandono conduce a mano firme con un solo signo y un único mercado: putas para el buen vecino machista, merca para su nene que huye raudo en su Gol regalado de la casa de ladrillo hueco del dealer, afanos por pedido del oficialito del lugar, sicariatos y cuerpos de choque del candidatejo de turno.
Hay un grave error en esa voz común que reza que el delito ha perdido los códigos. Es absolutamente al revés: los códigos se han vuelto mucho más complejos. Si tu pibe a los 7 años comienza a socializar yendo al club y luego a los bailecitos, el pequeño patasucia sabe perfectamente que o dialoga con la banda de la esquina o la padece o no es nadie. Y el de la banda de la esquina sabe que se la juega con el grupo en una prueba de valor o cobra o no es nadie. Y el poronga de la banda sabe que arregla con el comisario o cae agujereado o no es nadie. (Si te hacés llamar vecino, sabelo: cuando arrecia el afano en tu barrio, al jefe real de la banda no lo busques en la villa pasillo sino en la Seccional de Policía).
Y si finalmente ese patasucia, ya súper curtido a sus 18 años, termina yendo una temporada al pabellón, a las rejas hacinadas de jóvenes sin sentencia, quizá aprenda más sobre ese fino gobierno del delito. Quizá salga mejor, vuelva más fuerte.
Cuando se retira el Estado no queda la anomia. No hay anomia: hay un orden estricto, poblado de reglas, fuerzas, un lenguaje propio, una estética, un sentido. Y un deseo, que es el mismo deseo que tenés vos: las mejores zapatillas, el LCD, una fiesta bien regada, el celu con wasap. La belleza del consumo: un deseo surcado, herido hasta el hueso por la desigualdad.
Los casi 12 años de disminución continua de la pobreza significaron también el endurecimiento de los tabiques que fragmentan la sociedad, la ciudad. La encrucijada es evidente: hemos dejado para siempre las sociedades de pleno empleo, y las instituciones formadas en ese tiempo hoy crujen y quedan completamente rebalsadas y desfondadas, a la vez, frente a la continuidad repetitiva de lo que ya en el siglo XIX se rotuló como “población sobrante”. Los licántropos, que de día mal transitan, si lo hacen, por esas viejas paredes de la antigua construcción del ciudadano y la moral, no están desquiciados en un festín estúpido y alienado de muerte. Experimentan el desmoronamiento de esas instituciones y hasta lo traducen en abierta indiferencia o reiterado vandalismo. Los licántropos saben qué son, cómo funciona el gobierno de sus vidas, en qué tablero hay que jugar o perecer, porque para qué no jugársela toda si, al fin y al cabo, casi nada hay por perder.
La debilidad de la política ha ofrecido dos respuestas ante los transparentes efectos de las relaciones de explotación: desconcierto o mano dura. Las dos resultarán en progresivos aumentos de la crisis que mediremos en cantidades crecientes de sangre.
Ninguna de esas opciones llega a desanudar la obscenidad que en estas palabras no encontró otra forma para fluir que la escatología. Ese horror, como la consciencia de la propia muerte, esa eternidad en la que la pura vida del cuerpo torna en podredumbre, se resume en imaginar lo inimaginable, asumir lo inevitable: no hay casi nada en el horizonte que implique que este presente no siga repitiéndose, una y otra vez.
Publicado en Pausa #144. Pedí tu ejemplar en estos kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.
¡Volantazo editorial! Bien ahí. http://periodicopausa.blogspot.com.ar/2011/06/salio-pausa-77.html
Bueno, si le parece. Los datos de ese momento eran esos, los de este momento son estos y lo que publicamos sobre la relación entre policía, pobreza y delito siempre fue lo mismo.
Estimado/a: la tapa de Junio de 2011 es una vergüenza: “DESCENSO INTERANUAL DE LA TASA DE HOMICIDIOS”. Es un poco fuerte enterarse ahora que “LA CIUDAD SE DESANGRA”. Ud. es editor/a de un diario. Los títulos de tapa son importantes. No puede lavarse las manos diciendo "esos eran los datos". ¿Ud. vive en Santa Fe? Le aseguro que en 2011 esto ya era un matadero. Es el tipo de información que se obtiene leyendo a Pagés en el Litoral, escuchando a Trento en LT10, o yendo al almacén a hacer las compras. Estoy casi seguro que Ud. no informaría la lista oficial de muertos de la inundación de 2003. No diría, en ese caso, “estos son los datos”. Entonces ¿Por qué no le pregunta a los funcionarios del área de seguridad a cuánto ascienden las denominadas "muertes de intencionalidad no determinada"? Pida la serie estadística completa, con la evolución de esa categoría “residual”. Consulte también quién es el responsable de la calificación de las muertes, y de los registros correspondientes. Quizás el “descenso” que su periódico informó hace 3 años (y que repite en su último reporte) no sea más que un dibujo estadístico. Si yo fuera periodista, sería más desconfiado. Por lo demás, me parece que las notas están escritas para un lector implícito más bien corto y alelado. Le aclaro: me parece bien el giro editorial. Porque, en efecto, la ciudad se desangra. Pero Ud. debería contar con la inteligencia de sus suscriptores, y tomarse el trabajo de explicar (aunque sea someramente) semejante cambio en la posición política del diario.
Estimado/a:
En este momento estamos observando los datos sobre homicidios (los mismo que ahora usamos y usted avala) desde 2007 a 2014. En 2011 hubo apenas 75 homicidios en total. Fue uno de los años más bajos desde que se computan los homicidios. La fuente es la misma que la que utilizamos ahora: Análisis Criminal de la URI. Son los mismos asesinatos, además, que se informan en los medios.
No es una vergüenza: es la información, le guste o no a lo que le usted le parezca sobre la realidad de los hechos.