Llegó a vivir al barrio hará cosa de un año. Alquiló esa casa en la esquina del pasaje y la avenida, que estuvo años abandonada. Todo el verano pasado se la vio ir y venir, con la puerta y las ventanas abiertas, de la casa a la cochera, ayudando y dándole indicaciones a un albañil: un muchacho joven que le acondicionaba una habitación echada a perder, la que daba a la ochava. Aparentemente los dueños anteriores habían picado dos paredes para transformarla en cochera, pero no sellaron nada, y con los años la intemperie se había venido comiendo toda la estructura del techo: la cumbrera volcaba, era evidente en las chorreaduras que la cal de la inmobiliaria no alcanzaba a esconder.
Su soledad de entre 50 y pico y 60 le daba mayor visibilidad que a una familia, que suelen ser todas más o menos iguales. Y como por lo general hago dos recorridos diarios hasta el almacén, uno cerca del mediodía y otro a la tardecita, desde el suceso de la guitarra yo no me perdía detalle.
En la pasada de la mañana veía religiosamente un botellón de Toro tinto en su canasto de basura. El mismo que yo tomaba por esa época. Quince pesos; 20 con una soda. Soledad perfecta asegurada. Creo que el hecho de compartir ese, digamos, relax diario hizo que prestara mayor atención en ella. Hasta que una tarde la vi sentada en un sillón de playa en la vereda tocando una guitarra. El muchacho albañil estaba acomodando sus herramientas, había terminado su jornada y se demoraba escuchando a la señora rasgar el instrumento de forma espantosa, pero con gracia, como cuando uno tiene 10 años, sintoniza la música y la comienza a practicar con amor. Entre el tumulto del tráfico de laburantes que a esa hora vuelve echando putas desde Santa Fe, la vecina nueva ensayaba sus clases de guitarra. Se la veía espléndida.
Pasó el invierno; no se la vio mucho más que bajando de algún cole al mediodía. Mientras tanto yo ya le había comentado a mamá de este personaje, y como vivimos en un pueblo, ella en seguida le sacó la ficha. Me dijo, es una amiga de la N, que confecciona blanco. “Blanco”, me dije, ¡qué buena onda! Un tiempo anduvo con esos microemprendimientos del Estado, pero después se cayó. “¿No me digas que es vecina tuya?” Y me dijo el nombre, pero me lo reservo. No le comenté a mamá lo de los botellones de Toro, porque en este punto yo estoy del lado de la mujer. Conozco de cerca su carrera.
Ahora que volvió el calor, finalmente terminó por poner a punto la pieza, que no parece una habitación porque le puso dos ventanales grandes con rejas blancas que dan a la calle. La pintura a la cal ya no transparenta fantasmas de humedad y una luz blanca potente, de esas de bajo consumo, deja ver a la noche su trabajo de armar el stock. Sábanas, toallas, salidas de baño: Blanco. Ella consiguió levantar su propio local. Seguramente en el living o en el dormitorio, tiene sus máquinas de coser, sus piezas de tela, su remalladora. Y aunque todavía no inauguró, hoy vi que en una de las vidrieras ya puso su cartel de Abierto / Cerrado. Estaba puesto del lado de Cerrado. La luz estaba apagada. Me la imaginé tirada en la cama, tomando su Toro con soda y hielo, festejando una nueva cercanía con lo suyo: quizá el muchacho estaba con ella.