Cuelga el teléfono, quizá sospeche con temor que su vida cambió para siempre. Sin saberlo, acaba de sacarse por última vez el guardapolvo de maestra. Viaja a Tucumán a buscar a su hijo. Dos carabinas le apuntan a cada costado. Llora. No tiene miedo. Le avisan que van a matarla si sigue avanzando. Llega hasta el alambrado, es una escuela, grita el nombre de su hijo con toda su fuerza. Sigue viajando, investigando, golpeando puertas sin descanso. Sigue preguntándose si Jorge habrá escuchado su nombre en ese grito que hizo temblar el aire y las paredes. Sigue pensando en ese último colectivo que lo llevaba Córdoba.
Pasan casi 40 años, en los que camina y camina, todas las plazas, todos los jueves. Todas las marchas, todas las luchas, todos los días. Y también enseña y discute, recuerda, narra, cocina y comparte su mesa, pide guitarras y sonríe con una belleza que da ganas de vivir. Cuida sus plantas y amasa el barro. Ama a sus nietos y bisnietas. Trabaja la libertad y siente cada injusticia como ese hijo arrebatado que cada día le duele. Se pone el pañuelo blanco, suavemente.
Tiene 90 años, problemas en la cadera, usa un andador y sigue caminado, lenta pero firme. Sigue enseñando, lúcida y combativa. Sigue creyendo, arrugada y hermosa. Vuelve a viajar a Tucumán, dice otra vez el nombre de su hijo, ahora en un juzgado frente a los asesinos. Se trata de una mujer de amor y de hierro, Celina Zeigner, la Queca Kofman.
Publicada en Pausa #147, 3 de diciembre de 2014