No sólo se puede observar la eficacia de esa sencilla afirmación en las ahora tan mentadas relaciones entre jueces, fiscales y servicios de inteligencia, sino también en las obvias e inevitables preferencias partidarias e ideológicas de los magistrados, exhibidas tanto en los fallos como en las dilaciones de las sentencias. Recuérdense, por enumerar algunos pantanos de expedientes tribunalicios, las denuncias del fallecido fiscal Nisman a Mauricio Macri y al “Fino” Palacios por las escuchas telefónicas a familiares de víctimas del atentando a la AMIA, o las innumerables zancadillas para demorar la aplicación de la Ley de Medios, o el letal autoritarismo de los jueces que impiden abortos no punibles. Si quiere, súmense en la lista a Boudou y Vanderbroele, la venta de armas a Croacia y Ecuador, los asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001 y el sobreseimiento de Fernando de la Rúa.
Sacando a María Julia Alsogaray y Ricardo Jaime, agregue en la lista estrictamente lo que prefiera, pero no deje de entender que la interrelación entre el poder político partidario y la Justicia se revela a lo largo de nuestra historia en todo tipo de hito posible, también los que nos llenan de orgullo, como el Juicio a las Juntas o la más reciente reanudación de los juicios por la represión, una vez levantadas las leyes de impunidad. Sin el acuerdo de los partidos estas instancias judiciales jamás hubieran alcanzado el mero rango de la posibilidad. A la inversa, cuando el poder partidario elije crear un marco de inmunidad, no hay ley, fiscal, juez o denunciante que pueda generar resultado alguno. Y allí está una de las más sólidas causas por las que todavía hoy seguimos estando pendientes de las acciones del senador Reutemann.
Ser neoliberal es lícito. Es correcto, si se es neoliberal, privatizar el servicio público de aguas y el banco de la provincia, descontarle el 13% del sueldo a todos los empleados públicos en medio de la peor malaria de la historia reciente –bajo el lema “si el mayor gasto es en sueldos, achiquemos los sueldos”– o reducir la inversión pública en salud y educación casi a nivel nulo. Esa es una discusión política que se puede entablar con el senador Reutemann respecto de sus gestiones en el Ejecutivo provincial. Se puede decir: las privatizaciones fueron completamente ruinosas, los hospitales y las escuelas quedaron knock-out y policías, maestros y empleados públicos fueron hundidos en la pobreza. En ese punto, no hay problema en términos de justicia, ni de legalidad o legitimidad. Es simplemente un señor neoliberal al que hay que vencer en las urnas.
Ahora bien, otra cosa sucede cuando nuestro buen señor neoliberal nombra como magistrado en la Corte Suprema de Justicia a su primo, Rafael Gutiérrez, todavía orondo en su poltrona. O cuando designa en el área de seguridad, durante su primer mandato, a un teniente coronel (Rodolfo Riegé) acusado de 40 desapariciones durante la dictadura, para luego refrendar la línea en el segundo mandato poniendo en la misma Secretaría a un agente civil de la SIDE incorporado a la tarea en 1976 (Enrique Álvarez), todo esto sin tener en cuenta al ministro multifunciones Juan Carlos Mercier, de amplio currículum como funcionario de dictaduras.
Otra cosa sucede cuando en tu provincia se desata una represión a todas luces organizada, con un saldo de nueve víctimas, como la del 19 y 20 de diciembre de 2001. Otra cosa sucede cuando en tu ciudad entra el río para llevarse 158 vidas y lo máximo que podés decir es “a mí nadie me avisó”. Como si fuera un niño y no un gobernador, como si ese supuesto no saber lo disculpara de su responsabilidad, en lugar de agravarla todavía más.
Como si sólo hubiera sido un buen señor neoliberal, Reutemann muy pocas, poquísimas veces es interpelado en los medios de comunicación –nacionales y, ¡oh, vergüenza!, locales– respecto de su afinidad con los represores y su eficacia en la producción de cadáveres. Y buena parte de ello se debe a que todo –todo– el arco político partidario de nuestra provincia le proveyó un marco de inmunidad.
En lo que queda del PJ provincial, en lo poco, frágil y deshilachado que queda del otrora invencible partido, el rastrerismo con el que vivió bajo la sombra gigante del senador tornó en práctica vital indigna y sentido común de esclavo. Siete años perdieron –¡siete!– en el vaivén respecto a qué hacer con la herencia política del responsable máximo, tal como la pericia oficial lo indica, del desastre del Salado. El primer puntazo lo dio el Lole hace cuatro años, cuando le vació el electorado a Agustín Rossi con tan sólo menear para el lado de Miguel Torres del Sel. El estiletazo final lo dio ahora, saltando al PRO. Nunca el PJ se miró de frente al espejo de lo sucedido; cobra por ello en cada elección.
Y en el oficialismo, el ejercicio de la memoria sin el impulso de la justicia efectiva a veces suena más a estrategia de marketing político que a otra cosa. Bajo el amparo del lema de “no entrometerse con la Justicia” y de dejar que la “Justicia independiente” siga con su curso, el Frente Progresista se desligó completamente de su responsabilidad de volverse un estandarte –tal como alguna vez lo insinuaron en la plaza del 29 de abril– para que la sentencia en la Causa Inundación 2003 tenga lugar. Todas las públicas y vociferantes demandas de corruptela dirigidas al kirchnerismo trocan en recato a la hora de poner el dedo en el hediondo y pacato poder judicial de la provincia, que ya desde 2007 se constituyó como un foco de oposición y resistencia al mandato del Frente Progresista. Muy distinta sería la situación de Reutemann si la Causa Inundación hubiera recibido por parte del Estado provincial el mismo impulso que los juicios contra los represores recibieron por parte del Estado nacional.
Una muestra salvaje: en 2004, cuando el actual senador provincial Hugo Marcucci y el gobernador Antonio Bonfatti eran diputados en la Legislatura, junto a Marcelo Brignoni y Federico Pezz impulsaron un pedido de informes por el desembozado desvío de fondos nacionales (2 millones de pesos) enviados para la reconstrucción de las localidades afectadas por la trágica crecida del Salado. De ese pedido de informes se desprendió que más de un centenar de localidades del centro y sur de la bota –donde la inundación no tuvo impacto– recibieron durante 2003 montos, asignados a puro dedo y prebenda, de entre $3.000 y $75.000. Todas eran localidades fuera del área denominada “zona de desastre”. ¿Qué fue de esa obscena malversación de fondos? ¿Hasta dónde se llevó esa información? ¿Hay una causa por ese listado infame de clientelismo fundado en la destrucción de las abandonadas vidas de los inundados?
La sola puesta en público de la memoria es importante. Es deber de todos los actores con una voz en el estrado: sea el micrófono, la pluma, el atril del diputado o el despacho del funcionario. Pero de estos últimos se espera algo más: la comprensión de que todo proceso de justicia es también un proceso de construcción política, que empieza con el nombramiento de los jueces, sigue con la asignación de presupuestos, continúa con el debate y la puesta en práctica de códigos legales, se sustenta en la acción de las fuerzas represivas y se legitima en la creación de consensos compartidos –políticos, en democracia, partidarios– sobre quiénes pueden pasar por la justicia y quiénes no. Todos los partidos de la provincia dejaron que Reutemann quede en este último grupo.
Si los hombres públicos de los partidos no asumen la profunda interdependencia de los poderes, que dejen los partidos y se dediquen al periodismo. Así se puede ser mejor espectador de cómo, nuevamente, el tanque suizo-alemán reorganiza el espacio político, poniendo en un brete, con un solo movimiento, tanto a Miguel Lifschitz como a Daniel Scioli, y despejando de un plumazo a Sergio Massa.
En menos de una semana, Reutemann polarizó el escenario nacional y el provincial. Lo logró porque sus pares políticos, propios y ajenos, le dejaron 12 años de changüí para hacerlo.