Ñoquis

La calle, por José Luis Pagés
Una vez entramos a una pensión por una canilla rota. Yo
cargaba con una caja de herramientas que pesaba 10 kilos. La panorámica del
comedor me recordó una escena  Papá
Coriot. En un descuido la caja dio con la punta de la mesa y todos se
sobresaltaron. Me volví para ofrecer las disculpas del caso. Una mujer que,
sentada a la derecha, ocupaba todo el largo de la mesa me dedicó una dulce
sonrisa, pero un enano de  la cabecera me
dijo: “Boludo”. El choque lo había sorprendido con la cuchara entre el plato y
la boca. Enseguida descubrí al judío que vendía lamparitas en las calles de mi
barrio y a su izquierda el payaso que inflaba globos en calle San Martín y
también el tano canoso y barrigón que ofrecía la “Amabile e quenerosa lotería
de Santa Fe” en los boliches de calle Mendoza. La dueña me sacó del medio y me
apuró en dirección al baño. Ahí estaba mi compañero, Antonio, los brazos en
jarra, considerando qué hacer con esa puta canilla de mierda. ¡Qué momento! Se
trataba de reparar o reemplazar. “Reparemos”, dijo él porque no era esa la hora
de salir a comprar una canilla nueva. Cerrada la llave principal abrí la caja
con la delicadeza de un instrumentista. Pico de loro. Valvulita, media pulgada.
Una junta plástica. Pabilo. De la calle nos llegaba el ruido que los
santafesinos hacen a las 13,  hora de
volver a casa. Probamos, pero ahora el chorro del agua era incontenible.
Habíamos fracasado y seguíamos fracasando cuando ya todos los santafesinos
dormían la siesta. De pronto se presentó la dueña y amablemente preguntó si nos
gustaría probar un plato de ñoquis de acelga con un vaso de vino de la casa. Mi
compañero Antonio y yo, derrotados por la maldita canilla aceptamos, sin
palabras. Gracias a Dios no fuimos invitados a la mesa principal y comimos como
reyes, Antonio sentado en el inodoro y yo en el borde de la bañera. Cuando nos
fuimos, un par de horas después, el payaso nos saludó con  gran reverencia.
Publicada en Pausa #150, miércoles 25 de marzo de 2015.
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