Perros, fútbol y el barrio, puestos en palabras para nombrar
a los más olvidados.
a los más olvidados.
Por Pablo Cruz
Uno. Pasaron ya unos meses de la noche que escuché a Analía.
Fue en un recital de poesía, en una librería del centro. Inclinada hacia el
papel, de costado, la luz amarilla recortándole la cara. De esa lectura
deliciosa, desesperada, me quedó el recuerdo de unas imágenes y la certeza de
una actitud. Las imágenes: el sol de la mañana acariciando los puestos de la
feria, la carrera alocada y feliz del perro Di María, el nombre reguetonero
grafiteado en la pared. La actitud se trasluce en el decir. Analía cabalga la
lectura al ritmo dado por la organización de los elementos en el poema pero
también por el acento de cada palabra. Exteriormente, Mural (*) pareciera tejer
un puente hacia la gauchesca, construyendo un universo referenciado en los bordes,
que reconoce de la ciudad rincones pocas veces nombrados: las quintas, la zona
del Mercado, el norte. Esa sensación me quedó, quizá, al no poder evitar, al
escucharla, relacionar su musicalidad al primer Martín Fierro que tuve entre
las manos. Me fascinaban los versos y el libro mismo; recién aprendía a leer y
me entretenía recorriendo las páginas en busca de los dibujos que ilustraban el
recorrido del héroe. En los retiros de tapa, escrito a mano en distintas tintas
y rubricado con firmas ampulosas, se adivinaban deseos de bienaventuranzas
dirigidos a mi madre. Por extensión, desde un orgullo pueril, sentía que esos
augurios me alcanzaban. Ese capricho de la memoria nada tiene que ver con
sugerir alguna presencia de gauchismo en la poesía de Analía. Por el contrario,
el recuerdo de las tapas anaranjadas de aquel ejemplar –podría haber sido otro–
me conecta, personalmente, con la sensación de lo auténtico.
Fue en un recital de poesía, en una librería del centro. Inclinada hacia el
papel, de costado, la luz amarilla recortándole la cara. De esa lectura
deliciosa, desesperada, me quedó el recuerdo de unas imágenes y la certeza de
una actitud. Las imágenes: el sol de la mañana acariciando los puestos de la
feria, la carrera alocada y feliz del perro Di María, el nombre reguetonero
grafiteado en la pared. La actitud se trasluce en el decir. Analía cabalga la
lectura al ritmo dado por la organización de los elementos en el poema pero
también por el acento de cada palabra. Exteriormente, Mural (*) pareciera tejer
un puente hacia la gauchesca, construyendo un universo referenciado en los bordes,
que reconoce de la ciudad rincones pocas veces nombrados: las quintas, la zona
del Mercado, el norte. Esa sensación me quedó, quizá, al no poder evitar, al
escucharla, relacionar su musicalidad al primer Martín Fierro que tuve entre
las manos. Me fascinaban los versos y el libro mismo; recién aprendía a leer y
me entretenía recorriendo las páginas en busca de los dibujos que ilustraban el
recorrido del héroe. En los retiros de tapa, escrito a mano en distintas tintas
y rubricado con firmas ampulosas, se adivinaban deseos de bienaventuranzas
dirigidos a mi madre. Por extensión, desde un orgullo pueril, sentía que esos
augurios me alcanzaban. Ese capricho de la memoria nada tiene que ver con
sugerir alguna presencia de gauchismo en la poesía de Analía. Por el contrario,
el recuerdo de las tapas anaranjadas de aquel ejemplar –podría haber sido otro–
me conecta, personalmente, con la sensación de lo auténtico.
Analía Giordanino es profesora de letras en el secundario y ha editado varios poemarios. Foto: Pablo Cruz.
Dos. Como el viento que horada la montaña, el olvido va
gastando los rostros ayer familiares. Lo pasado existe, primero, en el olvido.
Lo que olvidamos no son los acontecimientos, sino su recuerdo, esa impresión
sobre los sentidos que se aferra a la memoria. Después del verano, Analía
posteó fotografías de sus vacaciones por el noroeste del país. Entre ellas una
en particular me llamó la atención. Era un fierro oxidado sobre el que se
solapaba un cartón con la siguiente leyenda: “con este machete mi abuelo
Sidonio Gutiérrez combatió a los Varela”. Inmediatamente me volvió a la memoria
un viaje, en enero del 2003, donde hice un recorrido similar al de Analía; la
noche en la fonda de Angastaco donde ese machete se encuentra. Intercambiamos
correspondencia celebrando la coincidencia de haber estado ante un mismo objeto
con diez años de diferencia. Agradecí que Analía me devolviera aquella imagen
olvidada. Recordé la conversación con el vidalero Leonardo Gutiérrez, mi
insistencia en sondear a través del vino la geografía salteña. Don Leonardo,
ajeno a esa inquietud, se evadía llevando la conversación a su propio interés:
la llanura, los ríos del este, sorprendido de la presencia de tanta agua junta
al otro lado del país. Entendí que Gutiérrez, que nunca se había alejado del
pueblo, viajaba en los relatos de sus visitantes. De las paredes del patio de
la casa, organizados a manera de museo familiar, pendían distintos aparejos,
bastos, estribos, una colección de nazarenas, una bayoneta española. Y el
machete. Gutiérrez confirmó que su abuelo había enfrentado la montonera de
Felipe Varela cuando ésta pasó por los valles, huyendo, camino a Salta. Mi
Varela era el de la Proclama
latinoamericana, tan actual en estos días. Pero en lo que Gutiérrez dijo y
calló creí escuchar las voces de la colonización pedagógica de la historia, la
versión del bandido malo que invadía la capital salteña; memoria, que muy a mi
pesar, los argumentos de esa noche no pudieron contrarrestar.
gastando los rostros ayer familiares. Lo pasado existe, primero, en el olvido.
Lo que olvidamos no son los acontecimientos, sino su recuerdo, esa impresión
sobre los sentidos que se aferra a la memoria. Después del verano, Analía
posteó fotografías de sus vacaciones por el noroeste del país. Entre ellas una
en particular me llamó la atención. Era un fierro oxidado sobre el que se
solapaba un cartón con la siguiente leyenda: “con este machete mi abuelo
Sidonio Gutiérrez combatió a los Varela”. Inmediatamente me volvió a la memoria
un viaje, en enero del 2003, donde hice un recorrido similar al de Analía; la
noche en la fonda de Angastaco donde ese machete se encuentra. Intercambiamos
correspondencia celebrando la coincidencia de haber estado ante un mismo objeto
con diez años de diferencia. Agradecí que Analía me devolviera aquella imagen
olvidada. Recordé la conversación con el vidalero Leonardo Gutiérrez, mi
insistencia en sondear a través del vino la geografía salteña. Don Leonardo,
ajeno a esa inquietud, se evadía llevando la conversación a su propio interés:
la llanura, los ríos del este, sorprendido de la presencia de tanta agua junta
al otro lado del país. Entendí que Gutiérrez, que nunca se había alejado del
pueblo, viajaba en los relatos de sus visitantes. De las paredes del patio de
la casa, organizados a manera de museo familiar, pendían distintos aparejos,
bastos, estribos, una colección de nazarenas, una bayoneta española. Y el
machete. Gutiérrez confirmó que su abuelo había enfrentado la montonera de
Felipe Varela cuando ésta pasó por los valles, huyendo, camino a Salta. Mi
Varela era el de la Proclama
latinoamericana, tan actual en estos días. Pero en lo que Gutiérrez dijo y
calló creí escuchar las voces de la colonización pedagógica de la historia, la
versión del bandido malo que invadía la capital salteña; memoria, que muy a mi
pesar, los argumentos de esa noche no pudieron contrarrestar.
Tres. Analía da clases en una escuela ubicada en el noroeste
de la ciudad. Le gusta mucho el fútbol, escribe desde niña. Escribe en
libretas, en cuadernos, en la carpeta de la escuela, en los colectivos, en los
tiempos que le deja el trabajo. Luego transcribe y corrige, mucho.
de la ciudad. Le gusta mucho el fútbol, escribe desde niña. Escribe en
libretas, en cuadernos, en la carpeta de la escuela, en los colectivos, en los
tiempos que le deja el trabajo. Luego transcribe y corrige, mucho.
—¿Te preocupa no tener un tiempo dedicado sólo a escribir?
—Es que no puedo, me levanto muy temprano y salgo a
trabajar, hago otras cosas. Además, dar clases me gusta; es un lugar donde
también puedo decir, sufro al sistema pero no a los alumnos. Cuando termina el
año y los chicos pasan de curso siento algo parecido a cuando comparto la publicación de un libro,
la satisfacción del trabajo hecho.
trabajar, hago otras cosas. Además, dar clases me gusta; es un lugar donde
también puedo decir, sufro al sistema pero no a los alumnos. Cuando termina el
año y los chicos pasan de curso siento algo parecido a cuando comparto la publicación de un libro,
la satisfacción del trabajo hecho.
—¿Cómo escribiste el poema?
—Generalmente suelo tener un envión inicial, algo que
conecta desde la realidad. Mural básicamente habla de la muerte. Y después de
atrapar ese impulso no me pierdo, tengo que escribir sobre eso.
conecta desde la realidad. Mural básicamente habla de la muerte. Y después de
atrapar ese impulso no me pierdo, tengo que escribir sobre eso.
Analía viajaba en el 15, iba por la avenida 12 de Octubre
cuando un perro salió corriendo de una casa y encaró directo a las ruedas del
colectivo.
cuando un perro salió corriendo de una casa y encaró directo a las ruedas del
colectivo.
—Yo no suelo impresionarme –continúa– pero me preguntaba por
qué estaba tan conmocionada. El perro corría como corre un perro al patio, a la
vida; y el colectivero apenas paró, a nadie pareció importarle. No es sólo la
muerte del perro, es la muerte en esa forma; una muerte absurda, desamparada.
qué estaba tan conmocionada. El perro corría como corre un perro al patio, a la
vida; y el colectivero apenas paró, a nadie pareció importarle. No es sólo la
muerte del perro, es la muerte en esa forma; una muerte absurda, desamparada.
—De hecho Di María puede ser un pibe.
—Claro, cuando el colectivo frenó es lo primero que vi, un
mural que marca el recuerdo de un chico. No sé cómo se llama, pero le puse Jona
porque me pareció bastante universal.
mural que marca el recuerdo de un chico. No sé cómo se llama, pero le puse Jona
porque me pareció bastante universal.
Mientras charlamos vamos andando por Yapeyú. Tomamos por
Loza hasta doblar hacia el sur en12 de Octubre. En las paredes hay dibujos de
pibes con camisetas de Unión o de Colón, murales gastados y perdidos entre
otras pintadas. Casi siempre, al lado del rostro, se deja leer el lema
presente. Llegamos a la esquina donde frenó el ómnibus. Analía reconoce la
casita de la que salió disparado Di María. Más allá hay un potrero, una
canchita. Una barra de pibes toma cerveza. O terminaron o están por empezar un partido. Les contamos
que vamos a tomar una foto, asienten interesados. Cuando estamos por regresar,
otra barra, en la esquina opuesta, nos llama a los gritos. Me acerco. Vestido
con camiseta deportiva, acodado en la moto, uno de los que chistó pregunta qué
estamos haciendo. Le digo que Ana es escritora y que vinimos a ver el mural.
Forman una rueda, cuentan que lo pintaron ellos, que todavía tienen que
terminarlo. El chico era de su barra. Es el Gera, dice uno de los pibes, pelo
negro enrulado, granitos en la piel.
Loza hasta doblar hacia el sur en12 de Octubre. En las paredes hay dibujos de
pibes con camisetas de Unión o de Colón, murales gastados y perdidos entre
otras pintadas. Casi siempre, al lado del rostro, se deja leer el lema
presente. Llegamos a la esquina donde frenó el ómnibus. Analía reconoce la
casita de la que salió disparado Di María. Más allá hay un potrero, una
canchita. Una barra de pibes toma cerveza. O terminaron o están por empezar un partido. Les contamos
que vamos a tomar una foto, asienten interesados. Cuando estamos por regresar,
otra barra, en la esquina opuesta, nos llama a los gritos. Me acerco. Vestido
con camiseta deportiva, acodado en la moto, uno de los que chistó pregunta qué
estamos haciendo. Le digo que Ana es escritora y que vinimos a ver el mural.
Forman una rueda, cuentan que lo pintaron ellos, que todavía tienen que
terminarlo. El chico era de su barra. Es el Gera, dice uno de los pibes, pelo
negro enrulado, granitos en la piel.
Regresamos. Mural será parte de Terrícola, un libro que
próximamente publicará la
Editorial Iván Rosado. También se sumarán a ese volumen una
serie de poemas escritos con impresiones de la ruta que Analía recorrió en el
verano. Nuevamente recordamos la fonda de Angastaco, y por más que Analía me
describa las facciones de Leonardo Gutiérrez no puedo recomponer su rostro. También
calculamos que el abuelo de Gutiérrez, como los pibes de la esquina, no habría
pasado los quince años cuando fue reclutado para pelear a Varela. Pienso en el
machete, en el mural y en el poema; las mejores armas, acaso, con las que
cuentan los olvidados para volver a ser nombrados.
próximamente publicará la
Editorial Iván Rosado. También se sumarán a ese volumen una
serie de poemas escritos con impresiones de la ruta que Analía recorrió en el
verano. Nuevamente recordamos la fonda de Angastaco, y por más que Analía me
describa las facciones de Leonardo Gutiérrez no puedo recomponer su rostro. También
calculamos que el abuelo de Gutiérrez, como los pibes de la esquina, no habría
pasado los quince años cuando fue reclutado para pelear a Varela. Pienso en el
machete, en el mural y en el poema; las mejores armas, acaso, con las que
cuentan los olvidados para volver a ser nombrados.
Mural, por Analía Giordanino
(*) Mural y otros poemas de la escritora Analía Giordanino
se pueden leer en puntadaescondida.blogspot.com.ar
se pueden leer en puntadaescondida.blogspot.com.ar
Analía Giordanino nació en 1974 en Santa Fe. Es Profesora en
Letras. Publicó Fantasmas (Premio Alcides Greca, Ediciones UNL, 2008,
narrativa), Nocturna (Ediciones Diatriba, 2009, poesía), Yo soñaba con
comprarme una combi (Erizo Editora, 2013, selección de poesía santafesina).
Letras. Publicó Fantasmas (Premio Alcides Greca, Ediciones UNL, 2008,
narrativa), Nocturna (Ediciones Diatriba, 2009, poesía), Yo soñaba con
comprarme una combi (Erizo Editora, 2013, selección de poesía santafesina).
Publicada en Pausa #150, miércoles 25 de marzo de 2015.
Pedí tu ejemplar en estos kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.