La calle, por José Luis Pagés
Ayer almorcé con mi vieja. El cocinero fui yo. La picada
previa incluyó algunas fetas de un salamín de San Carlos Norte y ella, apenas
menor que el juez Fayt, no se privó de elogiar la laboriosidad de aquellos
gringos como mi abuelo, el cocinero de cosecha Rafael Kreig, que sabía dormir
sobre las parvas de heno, a la luz de la
luna –y no se olvidó de mi bisabuela Leonía Yossen que daba vueltas al malacate
con el caballo y sin el caballo, también.
previa incluyó algunas fetas de un salamín de San Carlos Norte y ella, apenas
menor que el juez Fayt, no se privó de elogiar la laboriosidad de aquellos
gringos como mi abuelo, el cocinero de cosecha Rafael Kreig, que sabía dormir
sobre las parvas de heno, a la luz de la
luna –y no se olvidó de mi bisabuela Leonía Yossen que daba vueltas al malacate
con el caballo y sin el caballo, también.
Pero de pronto pasamos del pueblo de la birra, el salame y la fábrica de campanas de cristal de
caramelo, a la madre de mi madre, la porteña que en calle Florida se enamoró
perdidamente del gringo Rafael enfundado en su uniforme blanco de la marina de
guerra. Cuando mi abuela Celia llegó a Santa Fe lo primero que hizo fue tomar
algunas fotos de las vacas pastando
libremente en la Plaza
25 de Mayo, entre la casa de gobierno y los jesuitas. Ella solo había visto vacas en los despachos de La Martona –leche caliente
recién ordeñada– en el corazón de Buenos Aires.
caramelo, a la madre de mi madre, la porteña que en calle Florida se enamoró
perdidamente del gringo Rafael enfundado en su uniforme blanco de la marina de
guerra. Cuando mi abuela Celia llegó a Santa Fe lo primero que hizo fue tomar
algunas fotos de las vacas pastando
libremente en la Plaza
25 de Mayo, entre la casa de gobierno y los jesuitas. Ella solo había visto vacas en los despachos de La Martona –leche caliente
recién ordeñada– en el corazón de Buenos Aires.
Entonces con mi vieja –a la hora de los postres– pasamos de
los Kreig a los Campbell. Esa abuela mía –madre de mi madre– se llamaba
Celestina Campbell, pero escandalizada por el insoportable peso literario de su
nombre firmó como Celia el resto de sus días. Yo viví con Celia y si no aprendí
una jota del francés que pretendió enseñarme, sí consiguió interesarme en el
castellano antiguo con El Código de las Siete Partidas, el
Cantar del Mio Cid, el Libro del Buen Amor.
los Kreig a los Campbell. Esa abuela mía –madre de mi madre– se llamaba
Celestina Campbell, pero escandalizada por el insoportable peso literario de su
nombre firmó como Celia el resto de sus días. Yo viví con Celia y si no aprendí
una jota del francés que pretendió enseñarme, sí consiguió interesarme en el
castellano antiguo con El Código de las Siete Partidas, el
Cantar del Mio Cid, el Libro del Buen Amor.
Celia fue la única hija de Secundino Campbell y Ramona
Mones, oriental uno, astuariana la otra, mezcla explosiva como hay pocas.
Secundino, de los blancos uruguayos, fue uno más entre una docena de hermanos
que fugaron o quedaron en el intento después de las derrotas que siguieron a
los levantamientos armados de Aparicio Saravia.
Mones, oriental uno, astuariana la otra, mezcla explosiva como hay pocas.
Secundino, de los blancos uruguayos, fue uno más entre una docena de hermanos
que fugaron o quedaron en el intento después de las derrotas que siguieron a
los levantamientos armados de Aparicio Saravia.
A la vez, el abuelo Rafael Kreig –hijo del bisabuelo Adolfo–
fue uno más entre otros tantos hermanos que dejaron sus huesos plantados en la
pampa gringa. Ya de sobremesa recordamos a mis abuelos paternos –catalanes separatistas–
Emilio Pagés y Mercedes Sellarés. Recién entonces –con el último trago– me
pareció milagroso haber nacido y sobrevivido en Santa Fe, hasta el día de hoy,
cuando sobradamente superé los sesenta.
fue uno más entre otros tantos hermanos que dejaron sus huesos plantados en la
pampa gringa. Ya de sobremesa recordamos a mis abuelos paternos –catalanes separatistas–
Emilio Pagés y Mercedes Sellarés. Recién entonces –con el último trago– me
pareció milagroso haber nacido y sobrevivido en Santa Fe, hasta el día de hoy,
cuando sobradamente superé los sesenta.
Publicada en Pausa #154, miércoles 20 de mayo de 2015
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