Médula, por Fernando Callero
Revisando ropa vieja en placares húmedos. Una casa chorizo
que parece haber sido un antiguo refugio de toda la familia: mamá, papá mi
hermano y su mujer, yo y la mía y mi hermanita. Cada prenda que se desgarra es
una foto recuperada a la inundación de toda una época de oro, como suele
llamársele a la juventud por el sólo hecho de que uno fue capaz de resistirla.
Ahí estamos, casi los mismos personajes, incluso una compañera de la facultad
que parió en casa. Mi hijo está también por ahí, la casa es tan grande que
apenas me llegan los sonidos del revoltijo: qué nos ponemos, y lo principal,
con qué plata nos arreglamos para consumir. Mi viejo duerme en una habitación
central, tenemos miedo que se despierte. Mi madre no está en la casa. Con papá
deprimido es más fácil robar recursos escondidos, billetes de cinco, de diez,
olvidados en forma de vueltos en los adornos de los aparadores. Queremos ir al
centro con los chicos, ellos a tomar un helado y nosotros a emparejar los
bordes derretidos con la cucharita y compartir un pucho suelto. Pero necesitamos, además de billetes, monedas
para el cole. Cuando alcanzamos a reunir algún bagullo, salimos a la puerta de
madera podrida y doble hoja. Ahí descubrimos que el zaguán está subalquilado a
una pareja de viejos que atiende un almacén, un almacén de nada, porque la
existencia se reduce a unos maples de huevo apilados pero sin huevos y resmas
de papel para envolver, recortado a
mano. La cigarrera está vacía y prácticamente lo único que da indicios de
tratarse de un almacén es el hedor de alimentos desaparecidos, tierra de papas,
olor agrio de ajos y cebollas, ácido dulzon de puros de tabaco. En eso se
despierta papá, cuando nosotros ya atravesamos la puerta del frente con los
chicos. Dónde van, nos dice. No sé, a dar una vuelta. Estamos aburridos. Desde
la esquina aparecen unos niños malos, flacos rubios con las cabezas rapadas de
inmigrantes o zombies salidos de fosas comunes de posguerra europea. Empiezan a
molestarnos. Papá se alinea con nosotros y aconseja. Yo tengo el Duna
estacionado acá a la vuelta, lo busco y los llevo al centro. Pero primero pasen
con los gurises porque estos muertos de hambre son un peligro. Papá pide tabaco
a los viejos del almacén pero ellos le dicen que sólo tienen hojilla de papel
para armar. No, está bien. Y entonces descubre en un estante bajo detrás de los
viejos una horma de queso mediana, tranpira aceite, pero al verla se nos hace
agua la boca. ¿A cuánto está el kilo? No, se vende la horma entera. ¿Y si me
clavo?, les replica con su típica sonrisita irónica. Ah, no sé. Subimos al Duna
blanco, papá va repartiendo queso con un cuchillito que sacó de la guantera. El
queso está bueno. Los chicos van cantando.
que parece haber sido un antiguo refugio de toda la familia: mamá, papá mi
hermano y su mujer, yo y la mía y mi hermanita. Cada prenda que se desgarra es
una foto recuperada a la inundación de toda una época de oro, como suele
llamársele a la juventud por el sólo hecho de que uno fue capaz de resistirla.
Ahí estamos, casi los mismos personajes, incluso una compañera de la facultad
que parió en casa. Mi hijo está también por ahí, la casa es tan grande que
apenas me llegan los sonidos del revoltijo: qué nos ponemos, y lo principal,
con qué plata nos arreglamos para consumir. Mi viejo duerme en una habitación
central, tenemos miedo que se despierte. Mi madre no está en la casa. Con papá
deprimido es más fácil robar recursos escondidos, billetes de cinco, de diez,
olvidados en forma de vueltos en los adornos de los aparadores. Queremos ir al
centro con los chicos, ellos a tomar un helado y nosotros a emparejar los
bordes derretidos con la cucharita y compartir un pucho suelto. Pero necesitamos, además de billetes, monedas
para el cole. Cuando alcanzamos a reunir algún bagullo, salimos a la puerta de
madera podrida y doble hoja. Ahí descubrimos que el zaguán está subalquilado a
una pareja de viejos que atiende un almacén, un almacén de nada, porque la
existencia se reduce a unos maples de huevo apilados pero sin huevos y resmas
de papel para envolver, recortado a
mano. La cigarrera está vacía y prácticamente lo único que da indicios de
tratarse de un almacén es el hedor de alimentos desaparecidos, tierra de papas,
olor agrio de ajos y cebollas, ácido dulzon de puros de tabaco. En eso se
despierta papá, cuando nosotros ya atravesamos la puerta del frente con los
chicos. Dónde van, nos dice. No sé, a dar una vuelta. Estamos aburridos. Desde
la esquina aparecen unos niños malos, flacos rubios con las cabezas rapadas de
inmigrantes o zombies salidos de fosas comunes de posguerra europea. Empiezan a
molestarnos. Papá se alinea con nosotros y aconseja. Yo tengo el Duna
estacionado acá a la vuelta, lo busco y los llevo al centro. Pero primero pasen
con los gurises porque estos muertos de hambre son un peligro. Papá pide tabaco
a los viejos del almacén pero ellos le dicen que sólo tienen hojilla de papel
para armar. No, está bien. Y entonces descubre en un estante bajo detrás de los
viejos una horma de queso mediana, tranpira aceite, pero al verla se nos hace
agua la boca. ¿A cuánto está el kilo? No, se vende la horma entera. ¿Y si me
clavo?, les replica con su típica sonrisita irónica. Ah, no sé. Subimos al Duna
blanco, papá va repartiendo queso con un cuchillito que sacó de la guantera. El
queso está bueno. Los chicos van cantando.
Publicada en Pausa #152, miércoles 22 de abril de 2015.
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