Variopinta, por Federico Coutaz
Saúl despierta en su pieza de hotel después de dormir cuatro
horas a la tarde, comprueba que es de noche, baja tres pisos por la escalera,
sale a la calle. Camina sin rumbo, siente el primer viento frío del año en la
cara, se despabila con ese viento. Un malestar impreciso y constante empieza a
ceder, a mutar lenta y firmemente en un bienestar también difuso, como ese
viento que le sigue lavando la piel dormida. Es como si de pronto vislumbrara
una trama, ínfima, una posibilidad de habitar el mundo, de dejarse vivir.
Levanta la vista de la vereda y esa sensación frecuente de estar perdido es
ahora el inicio de un juego que prescinde del yugo de las reglas.
horas a la tarde, comprueba que es de noche, baja tres pisos por la escalera,
sale a la calle. Camina sin rumbo, siente el primer viento frío del año en la
cara, se despabila con ese viento. Un malestar impreciso y constante empieza a
ceder, a mutar lenta y firmemente en un bienestar también difuso, como ese
viento que le sigue lavando la piel dormida. Es como si de pronto vislumbrara
una trama, ínfima, una posibilidad de habitar el mundo, de dejarse vivir.
Levanta la vista de la vereda y esa sensación frecuente de estar perdido es
ahora el inicio de un juego que prescinde del yugo de las reglas.
Su cuerpo siente el alivio de ese sueño profundo, sin
pesadilla en la memoria, y piensa que trabajar en una ciudad diferente cada
semana no es para tanto, y ese andar errante y melancólico puede ser paseo y
esas calles indiferentes y ajenas, de a poco, se vuelven paisaje.
pesadilla en la memoria, y piensa que trabajar en una ciudad diferente cada
semana no es para tanto, y ese andar errante y melancólico puede ser paseo y
esas calles indiferentes y ajenas, de a poco, se vuelven paisaje.
Levanta la cabeza hasta el horizonte de edificios, respira
hondo. Compra una lata de coca cola, saca la chapita tratando de desprenderla
entera, sin que se quiebre. Lo logra, se guarda la chapita en el bolsillo. Toma
un trago profundo y cruza, casi feliz, la avenida, desafiando al semáforo y a
esa fila dominguera de autos que no vio detenerse.
hondo. Compra una lata de coca cola, saca la chapita tratando de desprenderla
entera, sin que se quiebre. Lo logra, se guarda la chapita en el bolsillo. Toma
un trago profundo y cruza, casi feliz, la avenida, desafiando al semáforo y a
esa fila dominguera de autos que no vio detenerse.
No presta atención al primer insulto, aunque el bienestar se
le escapa del cuerpo en forma de transpiración fría. Enseguida escucha su
nombre como un zumbido que corta la noche en dos. El paso ligero se hace
carrera desesperada. El segundo zumbido es un cascotazo que le roza la frente y
rompe una vidriera en mil piedritas transparentes que se desparraman en la
vereda como una cascada filosa. Se resbala y cae, rendido. El tercer zumbido es
una alarma que se mezcla con la sirena de un oportuno patrullero.
le escapa del cuerpo en forma de transpiración fría. Enseguida escucha su
nombre como un zumbido que corta la noche en dos. El paso ligero se hace
carrera desesperada. El segundo zumbido es un cascotazo que le roza la frente y
rompe una vidriera en mil piedritas transparentes que se desparraman en la
vereda como una cascada filosa. Se resbala y cae, rendido. El tercer zumbido es
una alarma que se mezcla con la sirena de un oportuno patrullero.
Saúl vuelve escoltado a su pieza de hotel. Sube los tres
pisos en ascensor. Sabe que no va a dormir. Prende el televisor y vuelve a ver,
una y otra vez la jugada. No fue penal, claramente.
pisos en ascensor. Sabe que no va a dormir. Prende el televisor y vuelve a ver,
una y otra vez la jugada. No fue penal, claramente.
Publicada en Pausa #153, miércoles 6 de mayo de 2015
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