La calle, por José Luis Pagés
“Encontré los cuentos. Está ese de la gallina y el del
bisonte también…”, dice, aunque sabe que Irma, lectora de Lispector y de todo
cuanto esté al alcance de su mano, prefiere el cuento de la mujer pequeñita…
Pero nada de literatura por hoy, solo cuentan las penas. Murió el padre de sus
hijos y hace más de una semana que para ella todo va y viene como una ola negra
que la sofoca. “Gracias por el libro”, dice él. Quizás se encuentren el domingo
y entonces hablarán del Bisonte y la sangre en el zoo… Pasa la noche y otra vez
suena el teléfono. Es una voz olvidada, pero ciertamente familiar. Por fin
reconoce a su vecino de Rincón. El hombre quiere saber si su hermana mayor
vende la casita de al lado porque la suya le quedó grande. Se siente viejo y ya
no puede lidiar con ese caserón, confiesa entre hipos y gemidos. “No está
habitable por el momento”, dice él. Ahora es el otro el que pregunta por qué se
fue ella. “Se sentía sola y necesitaba
compañía”, dice y a su vez pregunta por los vecinos sin imaginar que le
arrancará un nuevo sollozo. Luego, al cabo de una pausa prolongada, el otro le
dirá que la señora de las viandas sufrió un ataque que la dejó postrada en la
cama y que, desolados y confundidos por un terrible accidente, los viejos
amigos que todavía viven en la cuadra, no se dejan ver. Ahora sí entiende al
hombre que recita su parte medio de la nada. Nueva llamada. Es Amalia. Esta
amiga de su madre quiere saber qué pasó con Mario. “¿Qué pasó?”, pregunta.
“¡Falleció!”, dice ella. Mario era el primo mayor de su madre y había perdido
todo contacto con él. Ruega que no se lo cuente a la vieja. Amalia sólo sale a
dar vueltas en colectivo, sin embargo tiene un teléfono. “¡Amalia es mi Capitán
Catástrofe!”, le dijo una amiga que la conoce desde la infancia. Ese solo
recuerdo lo estremece. Es mediodía, los nietos están en su casa porque los
padres fueron a despedir a una amiga. Se pregunta si los pibes saben que esa
amiga que fue tan cariñosa con ellos ha muerto. El mayor come en silencio.
Luego, frente al televisor apoya la cabeza en el hombro de la hermana y un
minuto después está dormido. La sobremesa se prolonga y en el reverso de un
sobre marrón escribe: “Matar es el trabajo de la muerte y tanto le da fusilar
un García Lorca como un Roque Dalton”. Luego la mano estrujará el papel y el
bollo rodará por el piso. Mañana será otro día…
bisonte también…”, dice, aunque sabe que Irma, lectora de Lispector y de todo
cuanto esté al alcance de su mano, prefiere el cuento de la mujer pequeñita…
Pero nada de literatura por hoy, solo cuentan las penas. Murió el padre de sus
hijos y hace más de una semana que para ella todo va y viene como una ola negra
que la sofoca. “Gracias por el libro”, dice él. Quizás se encuentren el domingo
y entonces hablarán del Bisonte y la sangre en el zoo… Pasa la noche y otra vez
suena el teléfono. Es una voz olvidada, pero ciertamente familiar. Por fin
reconoce a su vecino de Rincón. El hombre quiere saber si su hermana mayor
vende la casita de al lado porque la suya le quedó grande. Se siente viejo y ya
no puede lidiar con ese caserón, confiesa entre hipos y gemidos. “No está
habitable por el momento”, dice él. Ahora es el otro el que pregunta por qué se
fue ella. “Se sentía sola y necesitaba
compañía”, dice y a su vez pregunta por los vecinos sin imaginar que le
arrancará un nuevo sollozo. Luego, al cabo de una pausa prolongada, el otro le
dirá que la señora de las viandas sufrió un ataque que la dejó postrada en la
cama y que, desolados y confundidos por un terrible accidente, los viejos
amigos que todavía viven en la cuadra, no se dejan ver. Ahora sí entiende al
hombre que recita su parte medio de la nada. Nueva llamada. Es Amalia. Esta
amiga de su madre quiere saber qué pasó con Mario. “¿Qué pasó?”, pregunta.
“¡Falleció!”, dice ella. Mario era el primo mayor de su madre y había perdido
todo contacto con él. Ruega que no se lo cuente a la vieja. Amalia sólo sale a
dar vueltas en colectivo, sin embargo tiene un teléfono. “¡Amalia es mi Capitán
Catástrofe!”, le dijo una amiga que la conoce desde la infancia. Ese solo
recuerdo lo estremece. Es mediodía, los nietos están en su casa porque los
padres fueron a despedir a una amiga. Se pregunta si los pibes saben que esa
amiga que fue tan cariñosa con ellos ha muerto. El mayor come en silencio.
Luego, frente al televisor apoya la cabeza en el hombro de la hermana y un
minuto después está dormido. La sobremesa se prolonga y en el reverso de un
sobre marrón escribe: “Matar es el trabajo de la muerte y tanto le da fusilar
un García Lorca como un Roque Dalton”. Luego la mano estrujará el papel y el
bollo rodará por el piso. Mañana será otro día…
Publicada en Pausa #160, miércoles 26 de agosto de 2015
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