Martes 3 de febrero

Médula, por Fernando Callero
Entra Abigail acompañada de Manu. Manushka, una enfermera
negra con motas rubias y acento extranjero que acaba de ingresar al plantel.
Abi le está dando los reportes del cambio de guardia. Les pido agua para el
mate y Abi acota, “Él es Fernando, pide agua caliente todos los días a las 6”.
Vuelve Manu con el termo cargado, se presenta, es de Haití. Yo le regalo unos
caramelos gomita de Violeta que me trajo mi hermano. Espero que nos llevemos
bien.
Hoy es un día especial, no voy a escribir mis sueños que
fueron oscuros y en cuya fase principal apuñalé a un vampiro que hizo
desaparecer a mi sobrina mayor en uno de los muebles de la cocina. Estaba viva
y salió hablando como si nada.

Ayer a la mañana me trasladaron a Rosario en ambulancia para
una interconsulta con un neurocirujano muy joven que me ordenó una tomografía y
la cotejó con la última resonancia. Consideró que no era necesaria una
intervención quirúrgica, porque al cabo de dos meses del accidente, y del uso
riguroso del cuello ortopédico, las fisuras de la séptima cervical hicieron
callo, comenzaron a soldar y a darle estabilidad a la columna. Con un mes más
de cuello ya estaríamos. De otra manera el pos operatorio se hubiese extendido
por nueve meses más. Fabri, que vino conmigo, me compró unos tostados de jamón
y queso y dos latas de coca para celebrar en el viaje de regreso.

Ahora los problemas gruesos se redujeron a dos: la vejiga y
la pierna izquierda. Ambos problemas tienen que ver con la espasticidad. Hasta
ahora vengo usando una sonda para orinar, o sea, cuando se acumula orina ésta
simplemente baja por un tubito hasta la bolsa. Pero cuando me la quitan, la
vejiga enloquece, uno de los esfínteres no abre y esa descoordinación me hace
sufrir y sudar como si estuviera pariendo por el pito. Ya hubo tres intentos
fallidos, con medicación mediante, para tratar esos espasmos, pero no
funcionaron. Ahora me indicaron una nueva droga específica para tratar la
vejiga hiperactiva y el miércoles vamos a hacer otra prueba. Si eso tampoco funciona
queda un último recurso: inyectar tres puntos de botox en el esfinter externo
para expandir el conducto y conseguir que el orín fluya completo,  hasta disciplinar la máquina.
Con respecto a la pierna izquierda, está tan débil y
espástica que no la consigo flexionar. Se pega todo el tiempo contra la derecha
como aterrorizada y la sigue en todo movimiento. Podría forrármelas de lamé y
hacer de sirena en una obra para niños.
Ahora sí me acordé de un sueño gracioso. Una convocatoria
multitudinaria a una especie de casting para una obra de teatro revolucionaria.
Era en un anfiteatro sobre la costa, de noche, y había algunas pocas luces
encendidas sobre el escenario. Yo estaba solo en un balcón de gradas. Abajo una
montonera de hipis y personalidades del arte local, no sé bien qué localidad,
porque el escenario parecía entrerriano o uruguayo, y el público santafesino.
Pude reconocer en la penumbra algunas caras. En el escenario aparecieron unos
putos de la vieja Escuela de Teatro de Santa Fe, parecía que después de
hibernar durante años ahora tenían una propuesta nueva. Uno de ellos se acercó
al micrófono y comenzó a exponer la idea. Trajo una esfera enorme de papel
maché, unos guantes de látex de esos que se usan para profilaxis y los comenzó
a inflar y a adherir a la cabeza en forma de cabellera mientras declamaba un
parlamento espantoso, algo sobre el uso del spray para armar peinados. Nada era
novedoso, más bien una sarta de clichés gay de varias décadas atrás. Un quemo.
La gente empezó a abuchear y a tirarle vasos plásticos con cerveza. Se fueron
retirando en grupos. Entre los que subían para abandonar el anfiteatro estaba
el pintor Emi Quintana. Nos cruzamos juntos a un kiosco a tomar un porrón. El
kiosco era un almacén roñoso, con vitrinas de estructura de madera con dos o
tres facturas tristes. El encargado estaba en cueros dormido sobre una butaca.
Publicada en Pausa #160, miércoles 26 de agosto de 2015
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