Anoche leí “Retrato de un hombre invisible”, de Auster, primero de sus Ensayos completos. Está escrito en primera persona, con muchas referencias que te ofrecen la idea de que alude a su propio padre. De inmediato salta la evocación de la Carta al padre, de Kafka, con la que vas estableciendo relaciones y diferencias: hay en ambos una acerva crítica al sujeto concernido, no hay vínculos emocionales, no han cumplido sus expectativas, los progenitores no son personas adorables. En los dos el hijo es “mejor”: ser un escritor lo sustrae del destino anodino, casi intolerable de su antecesor; ninguno de los mencionados habrá de leer el texto. En el caso de Auster, porque ha muerto hace pocas semanas.
En Auster, la invisibilidad anunciada en el título le otorga al hombre una casi inexistencia; es más cruel que Kafka. (Pero su literatura tiene un alcance más modesto).
Por la loca ilación que la deriva de libro en libro produce casualmente en la vida de uno, me acuesto con tres ensayos sobre Bartleby, de Melville, del cual releo algunas partes.
Apago la luz, cierro los ojos y veo una escena. Son tipo las seis de la tarde y hay un hombre colocando machimbre sobre la pared del living; era más económico que arreglar los estragos que la humedad había producido. Mi padre me había mandado a comprar una cerveza y se había sentado cerca de este señor a conversar, mientras se llevaba a cabo el trabajo. Yo estoy bastante alejada de esta reunión, estudiando en la mesa de la cocina; una puerta de madera corrediza me separa de ellos. Me estoy preparando para dar una clase en la facultad y no presto atención, hasta que oigo la palabra “padre” y entonces escucho. Mi viejo está relatando su propia historia y alude al hecho de que él no lo conoció. Dicen, dice, que desapareció en el África, y no tengo ningún recuerdo de él. Cada palabra se cincela en mi mente con un énfasis imposible de narrar.
Mi viejo nunca habló de su propio padre; jamás. Y sigue y cuenta que él sabe que en Tostado vive una familia Hechim. No hay muchos Hechim, aclara, porque a muchos inmigrantes les cambiaban el apellido.
Pero en la familia no se conoce quiénes pueden ser los que viven en Tostado. Yo siempre pensé que podía ser mi papá, sigue diciendo el anciano de 70 años al joven que coloca madera en la pared del living. Siempre pensé en ir a ver, pero no lo hice. Quién sabe si no era mi padre.
No imagina uno que quienes les dieron la vida podrían haber sido hijos. Dijo una vez mi tía Nelly que su hermano, dijo, fue padre de todos, de ustedes, de tu madre, de sus hermanos y de su propia madre. Siempre todos podíamos contar con él. Y ahí lo pienso, que no sólo no había conocido al suyo, sino que ahora sé que le había hecho falta toda su vida.
Desde ese día, cada vez que lo abrazaba, me inclinaba hacia él para abarcarlo con mis dos brazos ahuecados, como si no fuera más alto que yo y demoraba un instante mi cabeza en su pecho.
Publicada en Pausa #164, miércoles 28 de octubre de 2015