Por Alejandro Horowicz
Leí por primera vez la Historia de la Revolución Rusa a fines del año 71. Quedé conmocionado. Pocas veces la fuerza del estilo y la claridad del hilo conductor, al servicio de un problema sólo comparable con la Revolución Francesa, habían conquistado un expositor de nivel homologable. Por eso, cuando Isaac Deutscher sostuvo que si León Trotsky solo hubiera escrito ese magnífico libro tendría un lugar en la historia del pensamiento socialista, asentí. Leer a Trotsky era toda una experiencia, y el impacto literario que me produjo –como si participara en la revolución desde la platea rusa– lo transforma en uno de los grandes libros del siglo XX. Y si bien la documentada historia que sobre la II Guerra Mundial escribiera sir Winston Churchill, rodeado de colaboradores, mereciera el Nobel de Literatura y el solitario trabajo de Trotsky no, sin desmerecer a Churchill digo: el líder conservador británico recibió ese laurel por ser quien era, y Trotsky no lo recibió por idéntica razón.
Por cierto, se trata de una lectura tan fechada como cualquier otra. En ese entonces la victoria del socialismo figuraba en todos los mapas de izquierda. En todo caso se discutían acremente versiones del socialismo, pero la retirada norteamericana en Vietnam sumada a la ola originada en Praga en 1967, en París en 1968 y en Córdoba en 1969, nos parecía de curso obligatorio. La victoria parecía al alcance de la mano, y nosotros estábamos más que dispuestos a materializarla. Nos equivocamos, y una pregunta campea insomne: ¿mi lectura de Trotsky en 1971 no fue afectada? ¿Las derrotas no rehacen la historia?
Los motivos de Stalin
Trotsky fue transformado en historiador contra su voluntad. El omnímodo jefe de la burocracia soviética intentó borrarlo de la memoria colectiva. A tal fin, José Stalin no solo falsificó la historia oficial, sino que impidió que se escribiera otra. Eric Hobsbawn, el historiador estrella del liberalismo imperante, dio forma a una versión de la historia europea del siglo XX. Por tratarse de un “amigo de la URSS” siguió al pie de la letra las indicaciones del PCUS; es decir, no incluyó en su trabajo la Revolución Rusa.
De modo que el solitario esfuerzo de Lev Davidovich, para no quedar cubierto por la sanguinolenta mugre estanilista, tuvo un curioso recorrido. Mi vida, su notable autobiografía, construyó el pórtico para ingresar a su Historia de la Revolución Rusa. Y tanto la notable trilogía que sobre su vida escribiera Deutscher, como la monumental historia en 12 volúmenes de E.H. Carr –realizada bajo supervisión del polaco– siguieron la fértil huella histórica del presidente del Soviet de Petrogrado. Entonces, la Revolución Rusa, tanto la de febrero como la de octubre del 17, no fue sometida a una crítica seria. Ni socialista, ni conservadora. Sólo el bostiferante modelo soviético que transforma a Trostky en una suerte de archienemigo perpetuo, donde sus intenciones son obligatoriamente aviesas o, la nada misma. Al tiempo que la decadencia de la sovietología universitaria actual nos exime de mayores comentarios. Los trabajos de Robert Service, especialista británico en Rusia, dan la exacta medida de la actividad, y si bien el acceso a los documentos se vio facilitada por la apertura de los archivos rusos, su uso no deja de ser extremadamente pobre, para decirlo con sucinta elegancia.
Entonces, o la hagiografía estalinista de manual o versiones de la lectura de Trotsky.
Si uno se toma el trabajo de espigar los volúmenes de las Obras Completas de Vladimir Ilich Lenin, a partir de 1916, es posible organizar el cuadro de situación con que contaba el jefe del bolchevismo ruso a su regreso al país. No deja de asombrar que en una de sus Cartas desde lejos se reserva el derecho a cambiar de opinión, ya que el contacto con la Rusia en revolución podía mudar su evaluación desterritorializada. No sucede. Las Tesis de Abril –verdadero programa para el nuevo curso– son la continuación de su hipótesis de siempre: la dictadura revolucionaria de obreros y campesinos.
La aproximación de Lenin
Cuando Trotsky tiene que explicar febrero, voy a citar de memoria, remite al particular comportamiento de los porteros. En Rusia los porteros registraban a cada integrante del edificio, dado que eran la continuación de la policía en la vida diaria. Pues bien, Lev Davidovich señala que en esas circunstancias “hasta los porteros” se sumaron a la revolución, graficando de este modo el nivel de unanimidad imperante. Por cierto no cree necesario preguntarse qué la hizo posible. Lenin en cambio, también cito de memoria, detecta la presencia de los estados mayores de Francia y el Reino Unido. Una noticia de la prensa internacional aguza su olfato político: la posibilidad de una paz por separado entre Alemania y Rusia. El desastre militar resulta insostenible, y Moscú considera la paz.
Entonces, para evitar que Rusia se saliera, para garantizar el frente, los agentes militares aliados “convencen” al zar y a los beneficiarios burgueses de la guerra, de producir un cambio escenográfico: la abdicación de Nicolás. No se trata del establecimiento de una república, ni de la parlamentarización burguesa de la política, ni de efectuar una reforma agraria, y sobre todo se trata de la continuación de la guerra imperialista. Vale decir, los intereses del bloque aristocrático burgués se respetan a rajatabla.
Entonces los mencheviques sostienen a través de Dan, vuelvo a citar de memoria, que la revolución democrática en Rusia transcurre según su tesis, con participación burguesa. La réplica de Lenin no se hace esperar: “esa revolución” sin resistencia. Claro que Lenin no confunde la caída del zar con la revolución burguesa. Y subraya la presencia de los soviets (consejos obreros con diputados revocables) como garantes de su desarrollo político. Paz, pan y tierra, la consigna bolchevique, no tiene una gragea de socialismo, y después de todo el programa de bolcheviques y mencheviques hasta febrero del 17 era exactamente el mismo.
Para Lenin la especificidad de “esa revolución burguesa” está dada por la reaparición de los soviets “inventados” en 1905 en Petrogrado. Es decir, la revolución burguesa se garantiza con instrumentos históricos proletarios, mediante el surgimiento del doble poder. Ni era un formalista de la revolución democrática –como Zinoviev y Kamenev que terminan oponiéndose a la insurrección de Octubre– ni un defensor inconsciente de las tesis de la revolución permanente.
A medida que la crisis se profundiza, que obreros y campesinos votan con los pies por la paz desertando de las trincheras, se pasa del gobierno del príncipe Lvov al de Kerensky; para la movilización de julio, la consigna bolchevique es “abajo los diez ministros capitalistas”. Lenin propicia un gobierno de unidad socialista –con los bolcheviques en minoría– cuyas proporciones estaban determinadas por la participación en los soviets. ¿Qué es esto sino intentar neutralizar la influencia burguesa dándole el poder a los soviets? Para Lenin la ruptura con la burguesía no era programática, no dependía del programa que los socialistas mayoritarios –mencheviques y eseristas– levantaban en el soviet. Ese era un debate –programa contra programa– que debía saldarse al interior del soviet. Obreros y campesinos deciden democráticamente votando en el soviet. El intento de un camino casi pacífico, ya que para que dejara de serlo era preciso no acatar las decisiones soviéticas.
Estas posibilidades solo son implícitamente consideradas en la historia de Trotsky. Buena parte de los elementos requeridos para una lectura con otros acentos está presente –la secuencia de julio esta impecablemente contada– pero el abordaje conceptual, la necesariedad estructural de los defensores consecuentes del proyecto socialista por hegemonizar la batalla, difumina el camino que permitió la victoria bolchevique. A 75 años del asesinato de Trotsky en Coyoacán, a manos de un esbirro de Stalin, este debate ya debiera ser posible.