En mi adolescencia, durante el menemismo, la ciudad estaba llena de ruinas. El Puerto, las estaciones de trenes, el Puente Colgante y lo que hoy es la Costanera Este eran espacios de escombros, fierros retorcidos,
esqueletos metálicos y piezas vacías. Con mis amigos buscábamos el peligro y la aventura en esos lugares. Entrábamos de noche a los galpones abandonados del puerto, trepábamos a los elevadores de granos y nos colgábamos mirando los vidrios rotos del Molino Marconetti.
Fumábamos nuestro primer porro en los pedazos de escalera que la inundación del 83 había perdonado, por el Espigón o La Rambla. Subíamos a la única y oxidada torre del puente, mirando desde arriba una ciudad sin rascacielos, y del otro lado, allá abajo donde el puente se derrumbaba de golpe, nos hipnotizaba el abismo de borbotones oscuros del río.