A Murillo le encantaba pintar, en el siglo XVII, escenas con chicos paveando. Tal vez le divertiría saber que hoy, más de trescientos años después, hay un jugador colombiano de fútbol que se llama como él, que su retrato aparece en una fan page de Facebook con 508 “Me gusta” –una miseria en ese mundo de frenesí fácil– y que su apellido es una marca de papel para envolver regalos de cumpleaños que los chicos les llevan a sus amiguitos como pasaporte para entrar al mundo vertiginoso de los peloteros.
¿Cómo llegó Murillo al living de mis abuelos? Por el milagro de la técnica y la confianza ciega de la clase media en el arte. Durante años estuvo colgada en una de las paredes una reproducción barata de Niños comiendo un pastel: un chico sucio y angurriento, en patas, jugando con un pedazo de comida al lado de otro que se ríe y de un perrito hipnotizado –el verdadero protagonista del cuadro. Chicos haciendo lo mismo que mis amigos y yo hacíamos con las golosinas en la vereda.
La gente necesita imágenes. El otro día estaba en un negocio y una señora entró a preguntar si vendían “paisajes para decorar”: se llevó un amanecer intenso que ahora debe estar colgado en su comedor, aunque su cerebro ya se acostumbró a esa mancha naranja en la pared, a dos metros de altura. El Murillo de mis abuelos estaba al lado de un espejo en el que todos se miraban: mi mamá, mis hermanos, mis primos de Buenos Aires. Se arreglaban el pelo, se fijaban si tenían algo entre los dientes. Pero nadie se paraba a ver esos chicos barrocos. En el verano, llegaba desde el patio el ruido que hacíamos en la pileta vieja de cemento que tenía como tapón una botellita de Apasmo, y los Murillo tampoco se inmutaban.
Muchos años después fui al Museo del Prado. Estaba en Madrid para pasar Año Nuevo con unos amigos. Era estudiante, tenía una beca y había llegado a España después de cruzar Francia en un colectivo de cotillón, doblado como un muñeco. En el museo me encontré con Murillo y hasta hoy creí haber visto el mismo cuadro, pero acabo de leer que los chicos y el perro viven en Munich y no salieron de ahí. No sé. Pero por ese eco de las imágenes, en esa sala del Prado vi otra vez la casa de mis abuelos que un arquitecto hizo tirar abajo hace un par de años para levantar dos casas nuevas. En una viven mi hermano con sus dos hijitos, que nunca van a saber cómo era el lugar en el que nosotros crecimos, aunque ellos también están pisando un lugar que va a desaparecer y que un día del futuro volverá en alguna cosa que miren.
Publicada en Pausa #163, miércoles 14 de octubre de 2015