A ella le encantaba la escuela. Venía, con sus rulos y el moño en la cintura del guardapolvo, tipo 5 de la tarde, y me llevaba al lavadero, donde había un pizarrón, y me enseñaba lo que acababa de aprender. Y con la alegría de sus 6 años, iba llevando a su hermanita de 4 hacia los espléndidos caminos del conocimiento.
Así hizo que me ganara en la familia la fama de inteligente. Mi viejo decía de mí: “Pero esta nena debería llamarse María Luz”. Y no se daba cuenta de que yo era un reflejo pálido de la voluntad de esta loca que me tenía de alumna, en un juego interminable.
También jugábamos a hacer películas. No sabíamos nada; no había televisión y, en la radio, escuchábamos radionovelas a la noche. Pero allí estaba yo, firme como todo público ávido, viéndola hacer tremendas declaraciones de amor frente a los dos espejos del dormitorio de los padres, vestida con elegantísimo vestido sin hombros, hecho con una funda de almohada.
Tendríamos 3 y 5 años; era una tarde de muchísimo sol, y ella estaba colgada de la soga de la ropa, balanceándose, y me dice, modulando las palabras y mirándome casi con lástima: “Vos todavía sos muy chiquita, pero, cuando seas grande, yo te voy a contar que el niño Dios son los padres; pero ahora no porque sos chiquita”.
Era juntar gatos recién nacidos de la calle que después desaparecían de la noche a la mañana. Era cantar a la tarde, sentadas en los ruinosos sillones del living, canciones folklóricas y algunos tangos de Julio Sosa, antes de que los Beatles nos volaran la cabeza y nos enamoráramos de George Harrison. Era ponerse a regar las plantas, tomando mate, más grandecitas, revoleando la manguera para que el agua diera volteretas en el aire. Era prestarnos ropa y pelearnos por nada a cada rato; sentarnos a la puerta, en el umbral de la casa, y conversar hasta que las velas no ardieran.
Una noche nos acostamos muy felices porque mis dos hermanas mayores no estaban, y teníamos la pieza para nosotras solas. Quién sabe qué felicidad del espacio exclusivo nos bordaba la frente; nos levantamos muy temprano. ¿Qué hacer con tanto para las dos? Pues nos pusimos a limpiar la habitación. En voz baja, para no despertar a los viejos, toda la casa para nosotras solas, nos mirábamos, 7, 9 años, la dicha de la vida.
Después, aplicaditas y silenciosas, sonriéndonos como ante un premio, nos sentamos en el sillón verde del living, apoyándonos muy lentamente para que no estorbaran los ruidos de los viejos resortes, y ahí nos quedamos, hasta que papá y mamá se levantaran.
Ahora, su nieta, la formidable Clarita, redobla esa alegría que viene de no sé qué fondo de poder, de percibir lo mejor de cada cosa, a la hora de la siesta me manda veinte mensajes de voz por whatsapp por minuto, gritándome: Marrrrielllllaaa, cantando boberías de oro.
Publicada en Pausa #163, miércoles 14 de octubre de 2015