A Ruperto le dicen Perto y atiende el almacén. Algunas tardes de viernes o sábado le compro una lata y hablamos. A veces, las menos, llego a comprarle dos o más. Casi nunca escucha. Perto me cuenta que fue ferroviario y hablamos de trenes. Recuerdo una película que vi en blanco y negro en los ochenta, en una tele que hoy parecería un repuesto de camión. Perto me dice que en esa época “tenía la guita loca”, deja de prestarme atención y me mira con ojos vacíos.
Igual le cuento y por momentos parece que el argumento le interesa. La primera imagen que recuerdo es el final, vagones de un tren cayendo de un puente. Los vagones caen uno a uno, en cámara lenta. Pienso que la cámara lenta no es verosímil, que lo recuerdo así porque así lo vi, que vi, de golpe, una película sin american dream ni happy end.
El tren atraviesa un camino de montañas, es un tren muy largo, de pasajeros. Podría ser Alemania, Polonia, Suecia. Por alguna razón, algunos pasajeros descubren que van hacia ese puente y que van a caer y tratan, inútilmente, de detener el tren. Saben que el puente ya no existe o ya no sirve. Primero intentan convencer a los otros, después tratan de llegar hasta la locomotora. Tratan miles de cosas que no funcionan y el tren avanza, obstinado, perverso, hacia el puente que va a caer. Afuera hay quienes saben del tren y quieren o necesitan que no se detenga, que se caiga. Uno de los protagonistas se tira antes de llegar y quizás otros también se tiran, no recuerdo si viven o no, prefiero que la película no lo haya contado. En realidad, sólo recuerdo los vagones cayendo uno a uno, en cámara lenta y los títulos que aparecen como una patada en la nariz. Invento lo demás.
Entran al almacén algunos clientes y mi relato se interrumpe. Por alguna razón, no puedo hablar de otra cosa y no recuerdo más, entonces invento para seguir. Le cuento que los del tren se infectaron con un virus terrorista y mortal, que los monitoreaban y que habían inyectado a un perro el mismo virus para probar distintos tratamientos, la vida de los chabones dependía del perro, si no se curaba, el tren no paraba. Invento también una escena de sexo: una mujer, que es Sofía Loren, está montando a un hombre en la cama de un camarote. De pronto se queda quieta y le dice al oído “dejemos que lo haga el tren”. Perto festeja mi escena golpeando tres veces el mostrador. (A mí me viene el recuerdo del tren que cruza la noche de Miguel Hernández y el de los trabajadores masacrados en Cien años de soledad, pero no digo nada)
Termino el relato sin sorpresa ni gracia, tomo el último trago de cerveza y la siento caliente y agria, una tímida náusea me empieza a brotar. Quedo en silencio, Perto también. Miro la calle y Perto saca el polvo de los frascos de caramelos. El silencio crece, callado y lento. Lo saludo y salgo, siento el leve efecto de las latas en los primeros pasos. Justo antes de la puerta, escucho: “Dejá pibe, es más fácil esquivar hijos de puta que empujar boludos”.
Publicada en Pausa #165, miércoles 11 de noviembre de 2015