Para Dani G.
Huérfanos, viudos, hijos sin padres, hermanos sin hermanos, todos ellos saben que cuando alguien desaparece lo más difícil es hacerse cargo de sus cosas. Quedan ahí, no les importa nada, son inmortales. Después de la muerte de mi mamá me sorprendía ver las pinturas que había usado, paradas en el baño como granaderos, o sus pantuflas, que se había puesto tan poco el último tiempo, gastadas por el roce de sus pies. Las cosas deberían desaparecer con las personas. Hay un poema de Raymond Carver en el que el hijo y la madre sacan plata de la billetera del padre muerto para pagar los gastos del traslado del cuerpo a la tierra de su familia. El poema termina así: “Miramos fijamente la billetera por un momento./ Nadie dijo nada./ Todo rastro de vida había desaparecido de ella./ Estaba vieja y cuarteada y manchada./ Pero era la billetera de mi papá. Y ella la abrió/ y miró dentro. Extrajo/un manojo de billetes que habría/de pagar este último y más asombroso viaje”.
A veces los muertos dejan herencias insólitas. En otro poema, uno de Fernando Callero, aparece el tío Francisco, que “servía en el coche comedor/y encontró esas joyas:/dos perlitas engarzadas en oro/envueltas en forma prolija/en una servilleta./Después las vendió/para operarse los cálculos./Después murió borracho/y a la tía le quedaron/de recuerdo/dos piedritas/en un frasco con alcohol”.
Durante los últimos veinte años de su vida, mi abuelo se pasó todos los días sentado frente al televisor. Tenía algunas salidas diarias, para las que usaba sombrero: la principal era ir hasta el supermercado por la mañana para comprar su almuerzo. Piropeaba demasiado a las cajeras, que ya no lo miraban con simpatía. Un día Orlando Waldemar se murió (lo busco ahora en Google y su nombre completo aparece en un sitio desconocido, con su árbol genealógico y con una mención entre paréntesis: “deceased”; todo está en el cerebro de la web). Nos repartimos sus cosas entre hijos, nueras y nietos. A mí me tocó una videocasetera y su televisor Telefunken. Como se había pasado días enteros mirando películas viejas en Retro, el logo de ese canal quedó grabado en una esquina de la pantalla. Uno cambiaba de canal y el logo seguía ahí, en el fondo. Un tiempo después regalé el televisor a una asociación de ex adictos dedicados a la beneficencia. Ahora me imagino que una señora lo prende en su casa, para ver un programa, y ni siquiera ve esa imagen fantasma, o la ve pero no le importa. No sabe que ahí adentro está mi abuelo.
Publicada en Pausa #165, miércoles 11 de noviembre de 2015