Estamos fumando en el terraplén de la vía, al fondo de la playa de Santo Tomé. Es de noche. Del lado del Chaparral aparecen unas caras, reconozco un naricita respingada. “¿Sos el Rodri?”. “No”, me dice, y atrás vienen otros y cuando nos damos vuelta vemos que estamos rodeados. “Amigo, tengo el cuello quebrado, si me tocás me matás”, y les muestro la cuellera ortopédica. “No tenemos ni teléfono, vinimos acá a quemar uno”. “Bueno, vamos”, me dicen. Cuando me están subiendo al auto veo que a mi compañero lo están moliendo a piñas. Subo a la parte de atrás de un Falcon con otros pibes y pibas. Mido con cautela mis reacciones porque al primer golpe sé que paso al otro lado. Pero su plan, si es que lo tienen, es muy vago. Descarto la idea de un rapto porque no tiene sentido. Más bien parece que me quieren llevar de gira con ellos, para divertirse o no sé bien para qué. Yo trato de pilotearla contestando bien, tomando las drogas que me ofrecen aunque lo único que tengo en mi cabeza es si mi compañero estará vivo, si se habrán cobrado con él alguna bronca o si, como es probable, las cosas se van dando caprichosamente, porque tienen una locura tremenda y no saben en qué quemarla.
Nos metemos en el barrio a comprar coca. En una casita de alto nos dicen que no hay. En el cielo ya hay luz, deben ser como las 5. Una piba que va al lado mío se asoma a la ventanilla y grita: “Qué no va a haber, ¡si allá arriba tenés todo!” Después se acomoda y entran los dos que bajaron. Debemos ser como siete adentro del Falcon. Para cuando paramos en otra casa la luz del sol ya se instaló a pleno, en la puerta hay varios pendejos amanecidos con la música al palo. Yo estoy re puesto y no me importa nada. Me manejo como si fuera parte de la caravana. Adentro pican una tiza blanca con el corazón amarillo, bien aceitoso. Cada uno levanta con lo que tiene a mano. Aparecen dos guachos haciéndose los piolas con una escopeta tumbera. No la pueden hacer funcionar. Se las arrebato y les muestro cómo se pincha el cartucho, dale con toda. Y arranco de un tiro un pedazo de pared. Se quedan todos de cara, no saben si matarme o respetarme. Me respetan. Nos metemos en el Falcon con una bolsa de tiza picada y salimos del Chaparral. Les indico mi casa. Me llevan hasta la puerta y arrancan ya más aplacados. Creo que se van para sus casas. Pero quedó una bolsa llena, pienso mientras subo al departamento. No vaya a ser que mañana me pasen a buscar.
Publicada en Pausa #165, miércoles 11 de noviembre de 2015