Vamos en la parte de atrás de una camioneta mamá, Manuel Alemián y yo. Mamá le quiere mostrar algo a Manuel, un lugar donde los Beatles cometieron brujería y cosas espantosas. Yo sinceramente no sé de lo que habla, pero le sigo la corriente. Vamos por calle Bolivia, es una madrugada tenebrosa.
El viento arrebata las nubes y pone en corto circuito la luz del alumbrado. La camioneta estaciona en la casa de mi abuela Negra. Bajamos. Parece que mamá tiene la llave y entramos. Mi abuela duerme y al pasar por la puerta de su habitación la veo que abre los ojos, entonces me acerco a la cama, le doy besos y la tranquilizo. “Abuela: somos nosotros, vamos a pasar al patio con una visita. Un poeta de Buenos Aires”. Entonces se queda tranquila y vuelve a cerrar los ojos. La heladera vieja hace repicar la bocha. Hay un olor a esas cortinas viejas, de trama de nylon, que hace tiempo mi tía Ana se encargó de cambiar colocando nuevas, de algodón, y haciendo unas refacciones. Vamos en la oscuridad hasta la puerta del fondo, abrimos y otra vez el viento arrebata, esta vez contra el parral. Caen uvas maduras que pisamos como si fueran gusanos. En el fondo, mamá señala una habitación levantada sobre la loza del galpón, al final de una escalera. Manuel le dice que no, que es imposible que los Beatles hayan estado ahí haciendo macumbas. Mamá le dice que no todos, sino algunos. Yo me limito a mirar sin interferir; al final de cuentas, la situación de por sí es muy divertida.
Después estoy en el departamento de un amigo, en Santa Fe. Cerca del centro: 4 de Enero y Mendoza, para dar una idea. Me da un celular de piedra, beige veteado con blanco, que se abre como una castañuela. Mi amigo resulta ser el Guille Af y nos estamos preparando para una noche de locura. Me dice, mientras yo me pego una ducha: “Vos andá a conseguir porro”. Bajo a la calle por las escaleras; nunca soporté esperar el ascensor. A las cuadras ya estoy completamente despistado, no sé ni dónde estoy yendo ni cómo usar el celular. Lo abro, no tiene números, sólo dos rectángulos flotantes de la misma piedra con los que se comandan todas las operaciones. No hay visor, pero algunas frases aparecen entre esos botones y una voz da indicaciones. Me pongo muy nervioso. Vuelvo sobre mis pasos, llego al edificio del Guille y me doy cuenta de que no presté atención al piso ni al número del departamento, así que inicio una búsqueda a ciegas por las escaleras. Todas las voces que me contestan de adentro de los departamentos son de jóvenes que pueden llegar a ser amigos del Guille. Todos parecen estar preparándose para salir. Todos los que atienden tienen los ojos rojos, achinados, y nadie sabe decirme cómo usar el celular. En todo caso, de aprender a usarlo, sería imposible comunicarme con él porque al teléfono lo tengo yo.
Publicada en Pausa #164, miércoles 28 de octubre de 2015.